«Somos 80, ¿cómo vamos a poder con 300 tíos? Estamos vendidos»
EL MUNDO asiste a un nuevo intento de salto masivo de la valla de Melilla
El Mundo, , 20-02-2014Tres sonidos rompen el silencio de la noche en Melilla: el canto del gallo, la llamada del muecín a la oración y el zumbido de plomo del helicóptero de la Guardia Civil. Son las 6.15 horas y su ojo de cíclope ya persigue sombras en movimiento junto a la alambrada. Ululan las sirenas en la frontera y truenan las emisoras de los coches patrulla. El taxi que lleva a los periodistas busca el punto concreto en el que se producirá el salto: más allá del cauce del río.
«Algo va a suceder; no sabemos qué, pero algo sucederá», avisa por la tarde una fuente anónima de la Guardia Civil. Y algo sucede. Son las 6.20 horas y un silbato comienza a sonar al otro lado. Se ven linternas, se escuchan ladridos, trasiego de gentes. Cientos de personas esperan al otro lado para pasar, de un triple salto a veces mortal, del tercer mundo al primero. «Somos 80 agentes en todo el dispositivo en el turno en el que irrumpen aquí. Yo puedo coger a uno… pero dos ya me cuesta… ¿Cómo vamos a detener a 300 tíos? Estamos totalmente vendidos».
Después de la divisoria entre las dos coreas o el muro entre Israel y Palestina, resulta difícil encontrar en un mapa una línea roja más vigilada, sobrevolada, escaneada, patrullada y filmada. La frontera sur de Europa cuenta con la más alta tecnología para localizar posibles grupos de inmigrantes, disuadir a personas que quieran ingresar en territorio español de manera irregular y evitar saltos masivos como los de estos días. Y aun así, parece imposible detenerlos.
Todo el mundo está avisado porque los sensores de movimiento pitan antes de que lleguen a la valla. Bip, bip, bip. Hileras de personas se acercan, atravesando el Gurugú a la luz de la luna que haya, si es que la hay. Los perros ladran, el helicóptero atruena, las alarmas saltan, las cámaras de imagen térmica captan bultos anaranjados en movimiento y los silbatos de la policía marroquí emiten un código parecido al morse. Una noche como cualquiera de las últimas noches en Melilla.
Se intuyen hombres de Camerún, Mali, Senegal o Nigeria moviéndose nerviosos cerca, ocultos entre los arbustos. Es imposible verlos bien desde el otro lado. La Guardia Civil sorprende a los periodistas en una zona acotada. «Es por su seguridad», dice un agente. «Van a intentar saltar, así que es peligroso. Avancen hasta la rotonda y no pasen de allí». Pero desde la rotonda no se ve nada, así que hay que buscar otra localización.
Los inmigrantes al otro lado, descubiertos por el ojo luminoso del helicóptero y acosados por las patrullas marroquíes, deciden pasar al plan B: dar un paso atrás y dividirse para volver a intentarlo. Durante unos minutos se hace el silencio. «No se han ido, siguen ahí, escondidos, esperando otra oportunidad», dice nuestro contacto. «A veces pueden estar así varios días». El helicóptero ahora fija el foco sobre el taxi y se asegura de que salimos del perímetro. Nadie quiere testigos.
Son 13 kilómetros de perímetro serpenteante y metálico sin demasiados puntos débiles. «Antes había zonas de paso. Toda Melilla las conocía. Eso ya no existe», comenta el taxista, que parece que lleve toda la vida jugando al ratón y al gato con los guardias. Aquellos lugares calientes se han reforzado con las polémicas concertinas de afiladas cuchillas y bayonetas en los postes, que disuadir no han disuadido a nadie, pero sí han dejado graves mutilaciones. Si acaso, ha modificado las zonas de salto. También se han montado las redes antitrepa, una malla tupida en la que los que intentan ascender no pueden introducir los dedos de manos y pies… Y aun así, suben. «Son personas jóvenes y fuertes. Nada los detiene», dicen los agentes.
Por su parte, Marruecos está construyendo un foso al otro lado del muro de proporciones medievales. Cada 20 metros se alza una garita que mira al Gurugú; cada 200 metros, una tienda de campaña con soldados. Tienen perros por todos lados. Steve McQueen lo tuvo mucho más fácil en La gran evasión.
«Estamos en manos de Marruecos», asegura una fuente de las Fuerzas de Seguridad. «Si ellos no actúan, no podemos hacer nada. Cuando ellos quieren, se cierra el grifo. Cuando les conviene, lo abren. Y la Guardia Civil siempre está en medio del juego. Melilla es la espita de una olla a presión. Cuando Marruecos estornuda, la ciudad autónoma se resfría».
Es parte de la historia de esta ciudad de frontera. Hace décadas, cuando en Marruecos subía el pan, el rey Hassan II abría las puertas de par en par para que la gente se buscara la vida en España. Así sigue siendo con Mohamed VI.
Otra fuente próxima al Instituto Armado admite cierta decepción con los responsables políticos: «Nosotros cumplimos órdenes. Se nos dice que actuemos con material antidisturbios, pero luego se nos criminaliza por ello. ¿En qué quedamos?». Les hace muy poca gracia estar en el centro del debate: «Tienen muy poca memoria unos y otros. Aquí se han dado órdenes que hoy ellos mismos cuestionan».
Ése es el runrún y ésa es la secuencia de cada noche, hora arriba hora abajo. Termina el rezo musulmán y comienza una rutina de nervios, destellos azul eléctrico y adrenalina. Alá Akbar.
Uno de esos grupos dispersos hace un intento 300 metros más a la izquierda. Y desde lo alto de una cresta son visibles los agentes marroquíes moviéndose frenéticos. De nuevo, la Guardia Civil nos echa de la zona. «Varios inmigrantes han tratado de saltar, pero los marroquíes han actuado rápido», nos cuentan horas después. Un grupo de refuerzo bromea: «¿Vosotros sabéis dónde están? Porque nosotros llevamos toda la noche detrás de ellos y no les vemos».
Los melillenses aún recuerdan los años en los que podían saltar una alambrada que no les llegaba a la rodilla con un burro llevando mercancía. La Marcha Verde, en noviembre de 1975, y la integración de España en Europa provocaron que la valla creciera hasta llegar a la triple barrera de 7,25 metros actuales. Ahora la mercancía la llevan las porteadoras, que tienen que abonar su mordida a cada uno de los policías marroquíes de la aduana. Por eso el Gobierno de Rabat reemplaza a todo su personal de frontera en un intento de controlar la corrupción rampante.
Es una de las contradicciones de esta ciudad de contrastes, donde la clase pudiente juega al golf a los pies del monte Gurugú entre la valla que separa la Unión Europea de África y el Ceti donde se hacinan más de un millar de sin papeles.
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