INTEGRACIÓN SOCIAL
La vida debajo del puente
149 rumanos viven en los poblados de Astigarraga y Hernani y participan en un proyecto de integración. Está prohibido construir más chabolas, que están numeradas, sus habitantes están censados y tienen que cumplir unas normas
Diario Vasco, , 26-09-2013Apenas faltan unos pocos minutos para las diez y media de la mañana y Julieta empuja con gesto apresurado el cochecito de Álex, que tiene un año y ocho meses y va a la haurreskola en Astigarraga. «Solo está una hora y yo tengo que estar con él», explica la joven mientras echa una calada y trata de verbalizar esa palabra con la que se viene familiarizando desde hace varios días: adaptación. Alex se está adaptando a su nueva vida y eso rompe las rutinas domésticas, hasta la de las familias que viven en chabolas asomadas al Urumea, debajo de un gran viaducto de la autovía y al borde de la carretera que une Ergobia con Hernani.
Mientras Julieta se dirige al pueblo, otros vecinos, muchos emparentados entre ellos, salen del asentamiento empujando carros de la compra. Van a por chatarra. Dicen que pagan 14 céntimos el kilo, que en los buenos tiempos llegó a los 20 y que ahora tienen mucha competencia, «mucha gente recogiendo chatarra».
En estos campamentos viven 149 rumanos. En terrenos de Astigarraga se asientan 35 chabolas, divididas en dos zonas contiguas. En Balta Berdea hay 18 chabolas, en las que viven 38 personas, de ellas 7 menores. En Balta Txuri hay 17 chabolas, habitadas por 57 personas y 25 menores, según los registros municipales de agosto. La zona de Hernani está menos poblada: 54 personas. Justo en medio se están levantando los dos edificios de paja y barro en el polémico curso de autoconstrucción, denunciado por la Agencia Vasca de Agua por tratarse de una zona inundable y que ha vuelto a poner el foco sobre una realidad, la de estos asentamientos, que de tiempo en tiempo es noticia.
La última vez, en enero de este mismo año debido a las intensas lluvias. «Tuvimos que salir de la chabola y nos llevaron al polideportivo», rememora Maripiana Bartos. Ella es una de las veteranas del campamento. «Al principio éramos tres o cuatro familias». Aún recuerda aquella primera noche en la que durmió al raso junto a su marido, Frandafir Bîrcea, y sus cuñados. «Vinieron unos gitanos españoles y pensamos que igual nos echarían. Nos dieron mantas». Luego levantaron una tienda de campaña, que en meses derivó en una chabola más sólida. Cuando las aguas del Urumea la anegaron, levantaron otra a unos cuanto metros, más alejada del amenazante cauce.
Maripiana vive en la chabola número 6. Todas están numeradas, porque está prohibido levantar más habitáculos. También que se asienten más personas. Son los que hay y todos constan en un registro. «Tienen una lista con el número de chabolas y las personas que vivimos en cada una». Es parte del «contrato», como llama Maripiana al proyecto que puso en marcha hace poco más de un año el Ayuntamiento de Astigarraga junto a la Diputación Foral, el Gobierno Vasco y la asociación Romi Bidean. En virtud de ese acuerdo, los vecinos de los campamentos deben cumplir con una serie de obligaciones y, a cambio, se les ofrece ayuda para salir de la precariedad y transitar por el camino hacia la integración. Desde el consistorio hablan de darles una oportunidad y de regularizar, en cierto modo, las condiciones del campamento.
Niños escolarizados
El acuerdo, que ha levantado recelosvde parte de los astigartarras, establece que los vecinos de los poblados tienen la obligación de escolarizar a todos los niños, mantener el entorno en unas condiciones higiénicas aceptables y no cometer actos delictivos, entre otros. También se recogen aspectos con los que no están culturalmente tan familiarizados, como puede ser el fomento de la igualdad o el hecho de que los adolescentes no puedan convivir en pareja. «También tenemos que ir a cursos», cuenta Maripiana, que habla con ilusión de las clases de camarera y cocinera que recibió el año pasado a través de Lanbide.
«Lo del contrato está bien. El que quiera que cumpla y el que no que se vaya», dice Maripiana mientras caminamos por un suelo embarrado flanqueado por chabolas y pilas de neumáticos y palés. También se ven algunos sofás. En una esquina tienen contenedores, porque se les han facilitado recursos para la gestión de residuos. Los letreros están en euskera, castellano y rumano, debido a las dificultades con el idioma de algunos de los vecinos. En este último idioma papel se dice ‘hârtie’.
Maripiana se detiene en la chabola número 25. Allí viven sus cuñados Cosmin y Elena, padres de un bebé que duerme en los brazos de su madre, sentada en una cama pegada al fuego de la cocina. Cristina nació hace tres meses en el Hospital Universitario Donostia. Todos ellos, como otros vecinos, aspiran a encontrar un trabajo estable o ahorrar el suficiente dinero para cumplir con su sueño: poder acceder a un piso de alquiler. Una familia lo ha logrado recientemente y dejará el campamento para integrarse en la trama urbana. Algún que otro ha recorrido el camino inverso. Tras detectarse un incumplimiento grave, su chabola fue derribada. En el programa se contempla como castigo la pérdida del permiso de residencia y la baja de oficio del padrón.
Tras Astigarraga, el consistorio de Hernani también ha puesto en marcha un proyecto muy parecido con un reglamento que también incluye, por ejemplo, la obligación de avisar cada vez que abandonan el campamento. Si no vuelven en cierto tiempo, la chabola es derribada. El objetivo, cuentan fuentes consistoriales, es tomar las riendas de esta realidad, «en vez de darle la espalda», y ofrecer soporte a este colectivo para salir de unas condiciones vitales tan duras, «en las que, no hay que olvidar, están creciendo niños».
Algunos jugaban ayer al mediodía y posaban divertidos al ver al fotógrafo. Habían vuelto de adaptación, como Camelia, de 3 años, que estudia en Hernani. Su madre, Roxana, tiene 19 y estaba a punto de encender una fogata. «Ya hace frío».
Cocinando sarmale
En el campamento de Astigarraga otras mujeres cocinaban varios platos. Algunas no querían ser retratadas, pero mostraban las alubias que estaban guisando mientras explicaban lo que se cocía en el puchero de al lado: «Esto es sarmale, un plato típico rumano. Lleva carne picada y arroz y eso se envuelve en hojas de col». Varios hombres se arremolan junto a la cocina y empiezan a hablar mientras fuman un cigarrillo. Les preguntamos por el “contrato”, y dicen que ya no les levantan de madrugada para echarles. «Te tenías que coger el colchón e irte».
Maripiana y su cuñado también aprecian ese cambio tras la intervención, que tiene una vigencia de cinco años y finalizará en 2017. «Antes a veces venían a buscar a alguien que había delinquido y nos hacían salir a todos. Ahora ya saben quién vive y dónde».
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