El monje de los ojos redondos

Un psicópata en los bajos fondos de Bilbao

El Mundo, MANUEL JABOIS BILBAO, 05-06-2013

En la calle Iturriza se ve el cartel de una antigua imprenta, una agencia de viajes, un par de ultramarinos que son también locutorios y una peluquería, Raza, en la que una mujer negra da un respingo en la silla cuando el periodista le enseña la foto del presunto asesino en serie Juan Carlos Aguilar: «¡No me jodas!». También hay una iglesia católica en la que se anuncia una charla coloquio titulada: «Sentirse bien siendo mayor». «Es un chico normal, me lo he cruzado varias veces temprano. Solo, no le vi acompañado», dice la peluquera, restablecida del susto.

Su local está completamente vacío. Al lado del portal en el que vivía Juan Carlos Aguilar hay una coctelería que tuvo fama en Bilbao, dicen los más curtidos de la noche, pero está cerrada a cal y canto. Horas más tarde, la puerta se entreabre. Es un pub grande, oscuro, con una enorme barra y mesitas aquí y allá en un alto. Parece un viejo local americano reabierto medio siglo después. Un joven negro ha terminado de comer en la barra, donde hay un plato de plástico con varios huesos roídos. Una mujer nigeriana se mueve por el negocio. «Yo no sé nada, nada. Lo he dicho, no sé por qué seguís preguntando». Hay varios cámaras merodeando aún por la calle, apostados frente al portal tratando de parar a vecinos hastiados. De repente sale de allí una mujer africana con ropajes andrajosos, un pantalón raído y zapatillas sucias. Tiene la mirada alucinada. Cuando se le dirige la palabra se limita a reír; abre la boca y enseña dientes delgados y amarillos como un puñado de paja podrida. Una anciana camina detrás de ella, también riendo: «¿No has visto cómo está? ¿No has visto lo que ha hecho ahí dentro?», pregunta señalando el portal del asesino. «Se ha drogado, siempre se están drogando».

En la calle Iturriza, encima del piso del asesino, vive la madre del escritor Fernando Marías, que estuvo estos días allí. No es la zona más dura del barrio de San Francisco, donde se acumula el lumpen y la degradación, pero ha envejecido mal. Los vecinos dicen notar un rebrote del consumo de heroína en las calles más deprimidas, algo de lo que los diarios locales se hicieron eco hace un año. En Iturriza no son raras las detenciones de pequeños traficantes de caballo. Por ese barrio trabajó en los últimos tiempos un escritor, Jon Arretxe, para ambientar sus libros. «Prostitutas y droga, un barrio demacrado», dice. «Hay una mayoría de población extranjera, un mestizaje de razas. Gitanos, norteafricanos y subsaharianos». A ese mundo pertenecía Ada, una nigeriana de 29 años que el domingo por la tarde, pasadas las tres y media, se negó a entrar en el gimnasio de Aguilar en pleno centro de Bilbao. Lo hizo finalmente de los pelos y entre gritos, algo que llamó la atención de los vecinos. Ayer seguía en coma.

«Las prostitutas nigerianas salen de noche. Están en Las Cortes o en General Concha, pero se les ve más en Las Cortes». Arretxe las trató y se informó sobre sus vidas en Askabide, la asociación que vela por los derechos de las mujeres más desfavorecidas. Cuenta que no suelen tener encima proxenetas, pero que algunas llegaron engañadas por mafias. «Les prometen trabajo y les meten una deuda de 50.000 euros que les obligan a pagar prostituyéndose. Y no tienen ni idea de lo que son 50.000 o 500 euros. La familia sobrevive en su pueblo como garantía de que se van a realizar los pagos; una amenaza continua».

General Concha, el lugar en el que Aguilar contrató los servicios de Ada para llevársela a su gimnasio, es transversal a Particular de Costa, el primer local que tuvo el bilbaíno de 47 años acusado de ser un asesino en serie. «Ese gimnasio tenía pinta de antro», zanja un vecino. Se encuentra en un callejón sin salida, zona de clubes de alterne y un salón de masajes gais, donde no es raro que algunas mujeres hagan, en las entradas de los garajes, sus servicios sexuales más urgentes. Pero de madrugada, 24 horas después de conocerse el despedazamiento de una mujer, casi no hay movimiento. «Han estado los agentes desalojando», dice un taxista.

Bilbao de noche un lunes es una ciudad boca arriba. Abandoibarra, la antigua zona industrial que simboliza la regeneración de la ciudad, ahora ocupada por el Guggenheim o la torre Iberdrola alzada como un rayo manso, parece un paisaje eléctrico y futurista. Por esta zona, lejos de su barrio, podía verse al «monje de los ojos redondos», como llamó a Aguilar la revista Primera Línea hace 15 años. Mientras él regresaba a una esencia budista y espartana, la ciudad se deshacía de un tiempo y adoptaba otro. Y mientras el Hospital de Basurto trataba de poner al alcance de sus pacientes la ciencia más innovadora, Juan Carlos Aguilar presumía en sus conferencias de sanar el cáncer y en su página web, de «curar un infarto». Contaba cómo un hombre, tras sufrir un ataque cardíaco un día de trabajo, corrió al Templo del Océano de la Tranquilidad, su gimnasio, «al límite de sus fuerzas» y se dirigió «instintivamente» a él. Lo hizo, «a tientas, escapando del insufrible estrés de la sociedad» para encontrarse con «su auténtico salvador», que era Aguilar. Se adjuntaba foto de un joven rapado al dos con perilla fina tumbado en el suelo, con un mono negro, mientras sobre él se inclina Aguilar. A su alrededor varias personas con mono azul y zapatillas deportivas asisten al derroche de la energía milagrosa del presunto monje. Era 2000, el mismo año en el que Aguilar apareció en Redes, el programa de divulgación científica más famoso de España.

Que estas escenas se hayan producido no en un caserío de las afueras ni en un zulo aislado, sino en un gimnasio de Máximo Aguirre, transversal con la Gran Vía de Bilbao, asombra ahora a muchos de sus vecinos. Es generalizada la impresión de místico que ofrecía el que se hacía llamar primer monje shaolín occidental. También la impostura. Un asistente a un concurso de cinturón negro en el que Aguilar hizo una de sus exhibiciones caminando por las brasas («las llamas son seres vivos y antes de pasar por encima de ellas les pido perdón, y ellas me lo piden a mí»), lo escuchó después entre bastidores pegando «unos chillidos acojonantes»: «Pensé que estaban matando a alguien». Se dio cuenta de que procedían del camerino de Aguilar, donde se encerraba temblando de dolor.

En los foros de artes marciales se le llegaba a llamar «personaje de ficción». Hace tres años, un practicante denunció que el grupo de Aguilar «no funciona como un sitio de artes marciales, sino como una auténtica secta donde hacen cosas que son más bien de gente con muy pocas luces». Se dejaban en entredicho sus títulos y honores, y se ponía en solfa su grado de penetración en China. «Mi maestro ha estado allí en el mes de agosto, ha recorrido todos los supuestos sitios por donde este personaje ha estado vagando, y no le conoce ni Dios». También se da cuenta en estas páginas de las diversas polémicas que en el mundo de las artes marciales había entre expertos a causa, sobre todo, de la legitimidad que les asistía a unos y otros. Un hombre llegó a aparecer en el gimnasio de Aguilar con el recorte de una revista para amenazarle y pedirle que dejara en paz a su maestro.

En su web tenía fotos hechas desde 1991, el año desgraciado en que a su hermano, el inspirador que le programó entrenamientos que rozaban lo inhumano, según sus palabras, murió aplastado por un montacargas. En esa época Juan Carlos Aguilar tenía pelo y viajaba por Norteamérica haciéndose fotos en el Cañón de Colorado, con Chuck Norris o siendo esposado junto a un coche de policía en Las Vegas. Un tumor cerebral en los últimos años, según algún conocido, le hizo más irascible. En Radio Euskadi, un criminólogo sugirió que ese tumor podría haber afectado a su conducta criminal, incapacitando el control de sus acciones. Otro especialista, al día siguiente, desmintió el posible efecto al existir la voluntad de encubrir sus crímenes. Se encontraron manos, pies, huesos y cuero cabelludo desperdigados entre su casa y su gimnasio, y una mujer en coma embridada y sometida a la monumental paliza de un experto en artes marciales probablemente armado con un bate.

«Putas descuartizadas», dice la escritora Cristina Fallarás, en Bilbao estos días. «Es la importación del crimen americano. Un asesino que no responde a un contexto social, sólo un fallo en su cabeza». ¿Desde cuándo existe ese fallo? Ayer se supo que Aguilar no era monje shaolín ni campeón de kung-fu. No habrá tantas pruebas para desmontar que no es un asesino de mujeres, prostitutas sin papeles; el eslabón más débil sobre el que se fue a abalanzar un psicópata que predicaba la armonía.

En su portal de Iturriza se anuncian en el buzón el asesino, como antropólogo, y su ex esposa. Este periódico llamó al teléfono de la mujer, que vive en Cataluña. Negó ser ella.

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