Euskadi es la única comunidad en la que, según las estadísticas del INE, continúa incrementándose la llegada de inmigrantes , aunque el ritmo se ha desacelerado y la presencia de extranjeros en nuestro paisaje cotidiano sigue siendo sensiblemente inferior al de otras autonomías. La excepción vasca en este terreno se explica muy probablemente porque la crisis nos ha llegado más tarde, o al menos porque la percepción externa nos es favorable en lo que se refiere a la evolución de la situación económica y, en particular, del paro; quizás el paso de los meses permita calibrar el amortiguado ‘efecto llamada’ que pueda estar provocando la negativa de las instituciones vascas a restringir la asistencia sanitaria para los inmigrantes sin la documentación en regla. En la última década, coincidiendo con los tiempos de bonanza, la fisonomía de Euskadi ha ido haciéndose más mestiza y ha enriquecido la diversidad de la convivencia sin que, por fortuna, se hayan producido episodios traumáticos de xenofobia o de quiebra en la cohesión social. Pero eso no significa que no haya que estar vigilante ante los riesgos de marginación latentes, que siempre tienden a agudizarse cuando las expectativas económicas – individuales o colectivas – renquean, o la aparición de nuevas realidades al compás de una sociedad cambiante que interpela a la capacidad de respuesta de nuestro entramado institucional y social. Entre nosotros ya hay vascos procedentes de la inmigración de segunda generación, lo que obliga a apuntalar los mecanismos de integración; también en lo que se refiere a las nuevas diferencias que pueden darse entre los extranjeros ya asentados y quienes acaban de llegar a la Euskadi en crisis. Y en un inesperado reverso del momento histórico, también tendremos que encarar un futuro inmediato en el que la sostenida entrada de inmigrantes se vea contrarrestada por la salida de miles de jóvenes vascos en busca de trabajo lejos de su tierra.