«Si no me traen aquí, no sé lo que hubiera pasado. Desde que estoy en la casa, me siento mejor»
Las Provincias, , 02-12-2012«Albergamos a personas que vienen de la exclusión más extrema y que están en una fase muy avanzada de la enfermedad», explica Rosa Prieto, coordinadora del programa de asistencia a enfermos de sida de Cáritas. Es una de las ocho casas de acogida que hay en España, y la única de la Comunidad Valenciana, ya que la de Valencia se vio obligada a cerrar a comienzos de año por falta de recursos económicos. Los impagos por parte de la Conselleria de Sanidad pusieron también en riesgo hace unos meses Casa Véritas, pero la Generalitat pagó finalmente lo adeudado y aún continúa siendo el último refugio para mucha gente que sólo aspira a vivir sus últimos meses o años con dignidad.
Ubicada en el entorno del estadio José Rico Pérez, su presencia pasa desapercibida. Tiene capacidad para acoger a 14 personas, y lo más duro, según se lamenta Rosa Prieto, es tener que negar su entrada, por falta de espacio, a quienes llaman a la puerta en busca de cobijo. Es el caso de Ángel Silva, un alicantino de 50 años que vive en la miseria en una casa de Juan XXIII. Fue consumidor de heroína en su juventud, y compartir las jeringuillas le hizo contraer el sida a los 17 años. «Entonces no sabíamos nada del peligro que corríamos», relata. Todos los lunes se acerca a preguntar si hay plaza, pero semana tras semana solo consigue un rato de compañía y un plato de comida. «Yo aquí sería tan feliz. No tengo nada ni a nadie, y me paso los días y los años solo. Es para volverse loco», cuenta sin contener la emoción.
Los habitantes de la casa viven en paz. Al final de sus vidas, había un remanso. «Es gente que viene muy mal. Entran pensando que solo les quedan unos días de vida y, sin embargo, muchos se recuperan bastante», explica la coordinadora de este programa de Cáritas. La penuria y la ansiedad empeoran los síntomas vinculados al síndrome del VIH. Sus defensas bajan, y la enfermedad ataca. «Nadie muere de sida, sino de las enfermedades oportunistas que van asociadas al síndrome», explica. Entre ellas está el cáncer, trastornos neurológicos que provocan dificultades motoras y cognitivas, la hepatitis, o patologías de tipo respiratorio como la tuberculosis.
Levántate y anda
Pedro Vilches llegó en una silla de ruedas con medio cuerpo paralizado. Desde que ingresó hace un año en la casa de acogida anda con la agilidad de una persona sana. Tiene 45 años y hace diez que sabe que tiene sida. El intercambio de jeringuillas usadas, tan habitual entre adictos a la heroína en la década de los 80, fue la vía de entrada del virus. Vivía en la calle con su perro ‘Gocu’, compañero de soledades. Cuando la enfermedad lo tumbó, una persona conocida se ofreció a hacerse cargo de su perro. Recuperado de su hemiplejia, Pedro va a verlo cada fin de semana. Durante unas horas vuelven a caminar juntos por la ciudad. Pero ya no están hambrientos y duermen todos los días bajo techo. Cuando sus compañeros de Casa Véritas supieron del cariño que sentía por su mascota, le regalaron un ‘Gocu’ de peluche que, desde la cabecera de su cama, guarda sus sueños. «Si no me traen aquí, no sé lo que hubiera pasado. Desde que estoy en la casa me encuentro bien. Me cuidan, me dan las medicinas y hacemos actividades. Yo intento contribuir ayudando a mis compañeros. A mí me han ayudado, y yo quiero hacerlo también», relata. Parece apurar la vida Quizás porque por primera vez en mucho tiempo, le vale la pena vivirla.
Nuevos perfiles
El perfil del enfermo de sida de Casa Véritas ha variado a lo largo de los años. Según Rosa Prieto, entre los solicitantes de acogida se han incorporado dos nuevos colectivos. Uno de ellos lo componen personas que nunca antes habían vivido en una situación de exclusión social. En estos momentos dos de sus moradores responden a este nuevo perfil: un comerciante al que la crisis dejó sin nada, y una mujer a quien su pareja echó de casa .»Son personas que han acabado aquí por motivos puramente económicos. No proceden de la calle, ni han tenido problemas con las drogas. Simplemente un día se encontraron sin ningún recurso. Entrar aquí les ha supuesto un choque muy fuerte, pero se van adaptando. Asumen el rol de ayudar a los demás, y eso les ayuda a ellos también», explica.
El segundo grupo de nuevos usuarios son inmigrantes, principalmente de origen subsahariano. Es el caso, por ejemplo de Souleymane Sow. Tiene 32 años y una larga historia que contar. Nació en Sierra Leona, pero pasó su infancia entre Guinea y Costa de Marfil. Un día se dejó tentar por el sueño europeo e inició un periplo hasta España que le llevaría tres años. Cruzó Ghana, Burkina Faso, Níger, Libia, Argelia y Marruecos, desde donde partió en patera rumbo a Almería. Por fin había llegado a Europa. Pero el sueño europeo solo era eso, un sueño. Al llegar a España, fue trasladado al Centro de Internamiento de Inmigrantes de Tenerife No da detalles sobre cómo llegó después a Madrid, pero allí vivió un tiempo conduciendo un coche para un compatriota sin carnet a cambio de quedarse en su piso. Hasta que enfermó. En 2007 los médicos le dijeron que tenía sida. «Yo no sabía nada de eso, me lo tuvieron que explicar. Me preguntaron cómo lo había contraído pero no supe contestar porque no lo sé. Solo sé que nunca me había puesto enfermo hasta que entré en España», relata. Estuvo acogido en un centro de Salamanca un tiempo, hasta que fue trasladado a Casa Véritas el pasado mes de marzo. Tiene cáncer, y no fue fácil que el sistema público de salud se hiciera cargo de él por su condición de ilegal, pero los abogados de Cáritas le consiguieron un permiso de residencia por motivos de salud, y ya ha empezado con las sesiones de quimioterapia. Sow habla español con soltura, y habla sin dramatismos. Ríe a menudo, y disfruta contando anécdotas. Su preferida tiene que ver con su llegada a España en patera. Ya en tierra, como no sabía a dónde ir ni quién podría ayudarle, se lo preguntó a la Guardia Civil. Le detuvieron por ilegal y lo enviaron a Tenerife. Cuando lo cuenta cabecea, se tapa los ojos con la mano, y ríe.
Luchadores
Oscar Palacios tiene 42 años. Habla, ve y camina con dificultad. Tiene un aspecto desvalido, y sus compañeros de acogida lo tratan con enorme ternura. Contrajo el sida con 19 años, como tantos otros, por compartir jeringuillas. «Entonces no teníamos ni idea del sida», recuerda. Vino por primera vez a la casa de acogida hace cuatro años, y se queda por temporadas para que su madre pueda descansar. Tiene un hijo de diez años que vive con su ex pareja y al que ve a menudo. El es la razón, afirma, que le anima cada día a seguir luchando. «Me encuentro bien física y psicológicamente», asegura. Y quieres creerle, a pesar de que el sida y sus enfermedades satélites le han arrebatado la expresividad facial. Si sonríe o se apena lo hace por dentro. No puedes verlo.
«Son gente muy luchadora», afirma Rosa Prieto. «Aguantan mucho y algunos recuperan capacidades. Para ellos tenemos programas de reinserción laboral y además de esta casa tenemos un piso tutelado con tres plazas destinado a personas cuyo deterioro no les impide intentar llevar una vida normal». Otros no remontan. Es demasiado tarde. «La gente que viene aquí está muy rota, en muchos sentidos, pero el final no es feo. Intentamos que al menos su final sea feliz».
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