De Oujda a Melilla, infierno de ida y vuelta La madre a un lado de la frontera y la hija al otro

La Policía asegura que muchos inmigrantes utilizan a los niños como «sistema de arraigo»

El Mundo, ERENA CALVO MELILLA ESPECIAL PARA EL MUNDO , 09-09-2012

Frío en la noche, calor sofocante durante el día, hambre, sed, callos en los pies, miedo, incertidumbre, mendicidad, cansancio, lesiones, pérdidas, carreras, violencia, redadas. No son los únicos obstáculos que se encuentran en el camino los miles de subsaharianos que pasean sus esperanzas clandestinas por Marruecos buscando una ruta, una vía, que les conduzca a suelo europeo por las puertas del Estrecho, de Ceuta o de Melilla.

Un deambular, el suyo, que se convierte muchas veces en un círculo sin salida. Con el incremento de los controles en los puestos fronterizos y las costas marroquíes y españolas, el final del viaje suele terminar con bastantes probabilidades a pocos kilómetros a veces, unos raquíticos metros de la ansiada meta.

Si son detenidos por los agentes marroquíes, o devueltos por los españoles a territorio alauí, su próxima parada es una vieja conocida para muchos de ellos: la ciudad de Oujda, en el noreste marroquí, donde son expulsados ilegalmente por Marruecos a la frontera con Argelia, en tierra de nadie.

Es el caso de Elko. Camerunés. Ni 20 años. Habla despacio. Dominado por la fatiga y la apatía. Lleva cinco meses en Marruecos. Lleva cinco meses buscando una salida. Suma fracaso tras fracaso. «Me da miedo el agua, mucho miedo; no sé nadar», explica a esta reportera en un café de las afueras del campus universitario de Oujda, donde cientos de compatriotas acampan por grupos cada nacionalidad tiene su pequeño gueto y se protegen allí de la policía, que no puede detenerles dentro de sus instalaciones. Lo encontramos el miércoles de esta semana. Hoy el campus está revolucionado. En los últimos días Marruecos ha ejecutado redadas contra los subsaharianos por todo el país. Más de 450 detenciones. Todos expulsados a la frontera. Elko es uno de ellos. Fue apresado cuando intentaba cruzar la imponente valla de Melilla. La ciudad es uno de los puntos calientes en los últimos meses en lo que al paso de clandestinos a España se refiere. «Llegué desde Rabat en tren con algunos compañeros, pero nos sorprendieron los marroquíes; nos detuvieron y nos expulsaron a Oujda». Relata que entre esas idas y vueltas se llevó algún golpe de los gendarmes. Como testigo, queda uno de sus ojos tapado por una venda. Elko volverá a intentarlo.

En cuanto gane fuerzas, emprenderá el mismo trayecto que otros tantos. De Oujda a Berkane, de Berkane a la pequeña localidad de Zaio, y de allí a Nador o Alhucemas. «Son unos tres días de ruta, a veces cuatro», cuenta Hicham Baraka, de la Asociación Beni Znassen por la Cultura, el Desarrollo y la Solidaridad (Abcds), que trabaja desde hace años codo con codo con los subsaharianos de Oujda.

En la mayoría de ocasiones, explica, no es la primera vez que hacen el camino y conocen por dónde moverse. «Durante el día descansan y avanzan por la noche, discretos, guiándose por las luces que iluminan las ciudades por las que tienen que pasar». Evitan las carreteras principales y transitan por los caminos secundarios, campos y montañas. Hay que dar mucho rodeo. Son pocos los que tienen suficientes dirhams para hacerse con un conductor que les haga más corto el trayecto. «También hay clases entre los clandestinos», apunta Baraka. «Los que tienen algo ahorrado pueden pagarse un vehículo que les lleve a escondidas, o tienen más facilidades para optar por subirse a una patera o una lancha». Los que no tienen más que sus piernas y sus brazos están condenados a ir a pie, y a probar suerte a través de la valla y los puestos fronterizos terrestres. «La inmigración en Marruecos es un gran problema y compete también a España». La afirmación, que proviene de boca de un alto mando de la Gendarmería marroquí en el norte del país, parece obvia pero no es fácil que en el reino alauí los oficiales reconozcan ante la prensa la magnitud del fenómeno. «Cooperamos en todo lo que podemos, pero no tenemos suficientes recursos para frenar todas las escaramuzas, y mucho menos para repatriar a los indocumentados a sus países de origen».

Lo dice a EL MUNDO en uno de los puestos fronterizos marroquíes que se levantan en el nacimiento de la permeable frontera de Marruecos con Argelia, paso de traficantes de todo tipo. A unas pocas decenas de metros del polvoriento camino donde se alza el puesto, se divisa otra garita, la de los argelinos, con los que los militares marroquíes que nos retienen durante un par de horas por aproximarnos hasta el lugar con nuestro vehículo reconocen no mantener precisamente buen trato.

Los soldados de la frontera no contestan cuando se les pregunta por el constante paso de indocumentados por las proximidades de su puesto de control, pero no pueden evitar que de vez en cuando se les escape una sonrisa delatora.

Precisamente es por esa frontera por la que Marruecos expulsa a los subsaharianos, sin darles la oportunidad como marca su Ley de Extranjería de ser asistidos por un letrado. El país alauí obliga a los subsaharianos a dirigirse a la garita de los argelinos, que en cuanto los divisan les obligan a darse la vuelta. O sea, ninguno de los dos países los quiere.

«Nos dejan a unos 12 kilómetros de la ciudad, a veces más, pero en cuanto nos hacen bajar de los autobuses y los hemos perdido de vista, emprendemos el camino de vuelta a la ciudad», cuenta Serge, un congolés que vive desde hace meses en el campus de Oujda, controlado por mafias de subsaharianos que supervisan celosos todos los movimientos de sus compatriotas.

Estos días en Oujda no era difícil encontrarse con grupos de expulsados retornando por los caminos que conducen hasta los bosques de los alrededores donde se esconden algunos de los inmigrantes o a la universidad. Tardan tan solo tres o cuatro horas en recorrer esa distancia.

Entre los que han pisado esa desértica frontera esta semana se cuentan los 73 subsaharianos que fueron desalojados en la madrugada del lunes por la Guardia Civil de Isla de Tierra, una gran roca en el mar a pocos kilómetros de las costas marroquíes de Alhucemas. Las mafias de la inmigración han convertido a los islotes y peñones de soberanía española desprotegidos, deshabitados o con pequeñas guarniciones militares que no pueden hacer frente al fenómeno en una nueva plataforma para entrar en territorio español.

Desde mayo pasado, 400 subsaharianos intentaron colarse en Melilla a través del Archipiélago de Alhucemas o las Chafarinas. Solo 206 consiguieron acceder a alguna de esas minúsculas porciones de tierra flotantes. Y 113 han sido trasladados a la ciudad autónoma (otros 20 terminaron en Almería). El resto, 73, fue devuelto en la madrugada del martes a Marruecos tras alcanzar Rabat y Madrid un acuerdo para repartirse a los indocumentados.

Una evacuación sobre la que la Oficina del Defensor del Pueblo ha abierto una investigación tras denunciar varias ONG la presunta vulneración por parte del Ministerio del Interior de la Ley de Extranjería por no estudiar caso por caso las deportaciones y no haber facilitado abogado e intérprete a los indocumentados.

De los últimos 89 inmigrantes que llegaron a Isla de Tierra, España asumió a cinco mujeres acompañadas de sus hijos y 11 niños de entre 10 meses y 17 años. Solo los menores y las mujeres que viajan con sus pequeños o están embarazadas se consideran colectivos vulnerables y tienen abierta la puerta de entrada al CETI (Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes) de Melilla, donde se acoge ahora a 700 inmigrantes en sus 480 plazas, y que comparte paisaje irónicamente con el campo de golf de la ciudad autónoma.

«Hace unos años, los inmigrantes llegaban totalmente perdidos y se extrañaban de que desde Melilla no pudieran acceder por carretera, por ejemplo, a Málaga. Pero ahora saben moverse perfectamente por la ciudad, incluso se dirigen directamente a la Comisaría a dar parte de su entrada, vienen con la lección aprendida», advierten a este periódico fuentes policiales.

Las mismas fuentes apuntan que muchos de ellos utilizan a los niños como «sistema de arraigo». A veces se les hacen las pruebas de ADN «y se comprueba que no son sus hijos», continúan. En los últimos 19 meses, «se ha registrado un centenar de nacimientos en el CETI».

Allí, en régimen abierto, pueden pasar hasta cinco años. A los que consiguen acceder a Melilla desde Marruecos y pueden dejar tras de sí el largo peregrinaje por suelo marroquí se les abre un expediente de expulsión, pero pueden reclamar. Cuando expira el tiempo, si no se ha resuelto, son conducidos a la Península. Este año ha habido ya 1.224 traslados.

Algunos lo hacen acompañados por ONG, los más desfavorecidos; a otros se les remite a un CIE (Centro de Internamiento de Extranjeros) y si en un plazo de 60 días no son repatriados, quedan en libertad bajo la tutela de alguna organización. Después del polvo de Oujda y sus mafias, las expulsiones, o el encierro durante años en Melilla un «CETI al aire libre», según la afluencia de llegadas, llegan la inmigración irregular en España, la precariedad laboral y la mendicidad. Una meta muy alejada de las ilusiones que llenaron la mochila de un largo y tortuoso viaje en su primera casilla de partida.

>Videoanálisis de Erena Calvo.

«¿Cómo estás bebé, comes bien, te cuidan? Qué bien hablas, qué orgullosa estoy de ti». A Antoinet, una mujer angoleña de 30 años de edad, se le escapan algunas lágrimas de emoción cuando logra comunicar telefónicamente con su hija en las mismas puertas del CETI de Melilla.

Antoinet fue una de las personas trasladadas de Isla de Tierra a la ciudad autónoma. La niña, Elizabeth, ríe mientras contesta a su madre: «Sí, como muy bien, arroz con pollo, mamá, tengo ganas de verte; ¿puedo hablar con mi hermano?».

Su hermano, de 11 años, llegó con la propia Antoinet hasta Isla de Tierra. Elizabeth, en cambio, está instalada en el campus universitario de Oujda con los hermanos de su madre.

El miedo, y probablemente las esperanzas de que la niña pueda reunirse con su madre, confunden las versiones sobre la ruta que siguió la pequeña.

Su madre niega que llegara nunca a Isla de Tierra. Habría sido trasladada con el resto de menores a Melilla. Y dice que la última vez que la vio fue hace ahora seis días, cuando desembarcó en la gran roca española.

Según el tío de Elizabeth, la niña cayó de una embarcación cuando se dirigían hacia Isla de Tierra, él se lanzó a por ella para rescatarla de las aguas y nadó con ella a sus espaldas hasta la playa de Sfiha, en Alhucemas, a pocos metros del islote.

Relata que luego fueron conducidos por los agentes marroquíes a Oujda, donde les expulsaron, como informó este periódico el jueves citando el testimonio de asociaciones de defensa de los Derechos Humanos.

Sin embargo, algunos de los que fueron evacuados de Isla de Tierra ponen en duda que la pequeña llegase hasta la playa de Alhucemas y que no fuera entregada por las autoridades marroquíes a las españolas.

Antoinet se bloquea cuando se le menciona el asunto. «Estaba todo muy oscuro, muy negro, era bien entrada la noche, no sé bien qué pasó».

Ella solo piensa en proteger a su hija. Fuera como fuera, conseguir comunicarse con su pequeña le devolvió la sonrisa el jueves, al menos durante un rato.

Ahora Antoinet pide a las autoridades de uno y otro lado que le ayuden a reunirse con su hija Elizabeth y ambas no tengan que vivir separadas durante mucho más tiempo.
Frío en la noche, calor sofocante durante el día, hambre, sed, callos en los pies, miedo, incertidumbre, mendicidad, cansancio, lesiones, pérdidas, carreras, violencia, redadas. No son los únicos obstáculos que se encuentran en el camino los miles de subsaharianos que pasean sus esperanzas clandestinas por Marruecos buscando una ruta, una vía, que les conduzca a suelo europeo por las puertas del Estrecho, de Ceuta o de Melilla.

Un deambular, el suyo, que se convierte muchas veces en un círculo sin salida. Con el incremento de los controles en los puestos fronterizos y las costas marroquíes y españolas, el final del viaje suele terminar con bastantes probabilidades a pocos kilómetros a veces, unos raquíticos metros de la ansiada meta.

Si son detenidos por los agentes marroquíes, o devueltos por los españoles a territorio alauí, su próxima parada es una vieja conocida para muchos de ellos: la ciudad de Oujda, en el noreste marroquí, donde son expulsados ilegalmente por Marruecos a la frontera con Argelia, en tierra de nadie.

Es el caso de Elko. Camerunés. Ni 20 años. Habla despacio. Dominado por la fatiga y la apatía. Lleva cinco meses en Marruecos. Lleva cinco meses buscando una salida. Suma fracaso tras fracaso. «Me da miedo el agua, mucho miedo; no sé nadar», explica a esta reportera en un café de las afueras del campus universitario de Oujda, donde cientos de compatriotas acampan por grupos cada nacionalidad tiene su pequeño gueto y se protegen allí de la policía, que no puede detenerles dentro de sus instalaciones. Lo encontramos el miércoles de esta semana.

Hoy el campus está revolucionado. En los últimos días Marruecos ha ejecutado redadas contra los subsaharianos por todo el país. Más de 450 detenciones. Todos expulsados a la frontera. Elko es uno de ellos. Fue apresado cuando intentaba cruzar la imponente valla de Melilla. La ciudad es uno de los puntos calientes en los últimos meses en lo que al paso de clandestinos a España se refiere. «Llegué desde Rabat en tren con algunos compañeros, pero nos sorprendieron los marroquíes; nos detuvieron y nos expulsaron a Oujda». Relata que entre esas idas y vueltas se llevó algún golpe de los gendarmes. Como testigo, queda uno de sus ojos tapado por una venda. Elko volverá a intentarlo.

En cuanto gane fuerzas, emprenderá el mismo trayecto que otros tantos. De Oujda a Berkane, de Berkane a la pequeña localidad de Zaio, y de allí a Nador o Alhucemas. «Son unos tres días de ruta, a veces cuatro», cuenta Hicham Baraka, de la Asociación Beni Znassen por la Cultura, el Desarrollo y la Solidaridad (Abcds), que trabaja desde hace años codo con codo con los subsaharianos de Oujda.

En la mayoría de ocasiones, explica, no es la primera vez que hacen el camino y conocen por dónde moverse. «Durante el día descansan y avanzan por la noche, discretos, guiándose por las luces que iluminan las ciudades por las que tienen que pasar». Evitan las carreteras principales y transitan por los caminos secundarios, campos y montañas. Hay que dar mucho rodeo. Son pocos los que tienen suficientes dirhams para hacerse con un conductor que les haga más corto el trayecto. «También hay clases entre los clandestinos», apunta Baraka. «Los que tienen algo ahorrado pueden pagarse un vehículo que les lleve a escondidas, o tienen más facilidades para optar por subirse a una patera o una lancha». Los que no tienen más que sus piernas y sus brazos están condenados a ir a pie, y a probar suerte a través de la valla y los puestos fronterizos terrestres.

«La inmigración en Marruecos es un gran problema y compete también a España». La afirmación, que proviene de boca de un alto mando de la Gendarmería marroquí en el norte del país, parece obvia pero no es fácil que en el reino alauí los oficiales reconozcan ante la prensa la magnitud del fenómeno. «Cooperamos en todo lo que podemos, pero no tenemos suficientes recursos para frenar todas las escaramuzas, y mucho menos para repatriar a los indocumentados a sus países de origen».

Lo dice a EL MUNDO en uno de los puestos fronterizos marroquíes que se levantan en el nacimiento de la permeable frontera de Marruecos con Argelia, paso de traficantes de todo tipo. A unas pocas decenas de metros del polvoriento camino donde se alza el puesto, se divisa otra garita, la de los argelinos, con los que los militares marroquíes que nos retienen durante un par de horas por aproximarnos hasta el lugar con nuestro vehículo reconocen no mantener precisamente buen trato. Los soldados de la frontera no contestan cuando se les pregunta por el constante paso de indocumentados por las proximidades de su puesto de control, pero no pueden evitar que de vez en cuando se les escape una sonrisa delatora.

Precisamente es por esa frontera por la que Marruecos expulsa a los subsaharianos, sin darles la oportunidad como marca su Ley de Extranjería de ser asistidos por un letrado. El país alauí obliga a los subsaharianos a dirigirse a la garita de los argelinos, que en cuanto los divisan les obligan a darse la vuelta. O sea, ninguno de los dos países los quiere.

«Nos dejan a unos 12 kilómetros de la ciudad, a veces más, pero en cuanto nos hacen bajar de los autobuses y los hemos perdido de vista, emprendemos el camino de vuelta a la ciudad», cuenta Serge, un congolés que vive desde hace meses en el campus de Oujda, controlado por mafias de subsaharianos que supervisan celosos todos los movimientos de sus compatriotas.

Estos días en Oujda no era difícil encontrarse con grupos de expulsados retornando por los caminos que conducen hasta los bosques de los alrededores donde se esconden algunos de los inmigrantes o a la universidad. Tardan tan solo tres o cuatro horas en recorrer esa distancia.

Entre los que han pisado esa desértica frontera esta semana se cuentan los 73 subsaharianos que fueron desalojados en la madrugada del lunes por la Guardia Civil de Isla de Tierra, una gran roca en el mar a pocos kilómetros de las costas marroquíes de Alhucemas. Las mafias de la inmigración han convertido a los islotes y peñones de soberanía española desprotegidos, deshabitados o con pequeñas guarniciones militares que no pueden hacer frente al fenómeno en una nueva plataforma para entrar en territorio español.Desde mayo pasado, 400 subsaharianos intentaron colarse en Melilla a través del Archipiélago de Alhucemas o las Chafarinas. Solo 206 consiguieron acceder a alguna de esas minúsculas porciones de tierra flotantes. Y 113 han sido trasladados a la ciudad autónoma (otros 20 terminaron en Almería). El resto, 73, fue devuelto en la madrugada del martes a Marruecos tras alcanzar Rabat y Madrid un acuerdo para repartirse a los indocumentados.

Una evacuación sobre la que la Oficina del Defensor del Pueblo ha abierto una investigación tras denunciar varias ONG la presunta vulneración por parte del Ministerio del Interior de la Ley de Extranjería por no estudiar caso por caso las deportaciones y no haber facilitado abogado e intérprete a los indocumentados.

De los últimos 89 inmigrantes que llegaron a Isla de Tierra, España asumió a cinco mujeres acompañadas de sus hijos y 11 niños de entre 10 meses y 17 años. Solo los menores y las mujeres que viajan con sus pequeños o están embarazadas se consideran colectivos vulnerables y tienen abierta la puerta de entrada al CETI (Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes) de Melilla, donde se acoge ahora a 700 inmigrantes en sus 480 plazas, y que comparte paisaje irónicamente con el campo de golf de la ciudad autónoma.

«Hace unos años, los inmigrantes llegaban totalmente perdidos y se extrañaban de que desde Melilla no pudieran acceder por carretera, por ejemplo, a Málaga. Pero ahora saben moverse perfectamente por la ciudad, incluso se dirigen directamente a la Comisaría a dar parte de su entrada, vienen con la lección aprendida», advierten a este periódico fuentes policiales.

Las mismas fuentes apuntan que muchos de ellos utilizan a los niños como «sistema de arraigo». A veces se les hacen las pruebas de ADN «y se comprueba que no son sus hijos», continúan. En los últimos 19 meses, «se ha registrado un centenar de nacimientos en el CETI».

Allí, en régimen abierto, pueden pasar hasta cinco años. A los que consiguen acceder a Melilla desde Marruecos y pueden dejar tras de sí el largo peregrinaje por suelo marroquí se les abre un expediente de expulsión, pero pueden reclamar. Cuando expira el tiempo, si no se ha resuelto, son conducidos a la Península. Este año ha habido ya 1.224 traslados.

Algunos lo hacen acompañados por ONG, los más desfavorecidos; a otros se les remite a un CIE (Centro de Internamiento de Extranjeros) y si en un plazo de 60 días no son repatriados, quedan en libertad bajo la tutela de alguna organización. Después del polvo de Oujda y sus mafias, las expulsiones, o el encierro durante años en Melilla un «CETI al aire libre», según la afluencia de llegadas, llegan la inmigración irregular en España, la precariedad laboral y la mendicidad. Una meta muy alejada de las ilusiones que llenaron la mochila de un largo y tortuoso viaje en su primera casilla de partida.

>Videoanálisis de Erena Calvo.

«¿Cómo estás bebé, comes bien, te cuidan? Qué bien hablas, qué orgullosa estoy de ti». A Antoinet, una mujer angoleña de 30 años de edad, se le escapan algunas lágrimas de emoción cuando logra comunicar telefónicamente con su hija en las mismas puertas del CETI de Melilla.

Antoinet fue una de las personas trasladadas de Isla de Tierra a la ciudad autónoma. La niña, Elizabeth, ríe mientras contesta a su madre: «Sí, como muy bien, arroz con pollo, mamá, tengo ganas de verte; ¿puedo hablar con mi hermano?».

Su hermano, de 11 años, llegó con la propia Antoinet hasta Isla de Tierra. Elizabeth, en cambio, está instalada en el campus universitario de Oujda con los hermanos de su madre.

El miedo, y probablemente las esperanzas de que la niña pueda reunirse con su madre, confunden las versiones sobre la ruta que siguió la pequeña.

Su madre niega que llegara nunca a Isla de Tierra. Habría sido trasladada con el resto de menores a Melilla. Y dice que la última vez que la vio fue hace ahora seis días, cuando desembarcó en la gran roca española.

Según el tío de Elizabeth, la niña cayó de una embarcación cuando se dirigían hacia Isla de Tierra, él se lanzó a por ella para rescatarla de las aguas y nadó con ella a sus espaldas hasta la playa de Sfiha, en Alhucemas, a pocos metros del islote.

Relata que luego fueron conducidos por los agentes marroquíes a Oujda, donde les expulsaron, como informó este periódico el jueves citando el testimonio de asociaciones de defensa de los Derechos Humanos.

Sin embargo, algunos de los que fueron evacuados de Isla de Tierra ponen en duda que la pequeña llegase hasta la playa de Alhucemas y que no fuera entregada por las autoridades marroquíes a las españolas.

Antoinet se bloquea cuando se le menciona el asunto. «Estaba todo muy oscuro, muy negro, era bien entrada la noche, no sé bien qué pasó».

Ella solo piensa en proteger a su hija. Fuera como fuera, conseguir comunicarse con su pequeña le devolvió la sonrisa el jueves, al menos durante un rato.

Ahora Antoinet pide a las autoridades de uno y otro lado que le ayuden a reunirse con su hija Elizabeth y ambas no tengan que vivir separadas durante mucho más tiempo.

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