AL DÍA
Los 'parientes' de Perejil
La Isla de Tierra, nuevo Eldorado de inmigrantes, es un peñasco inhóspito que forma parte de las plazas de soberanía española en el norte de África
Diario Vasco, , 04-09-2012Asombra pensar que se establecieran guarniciones en dos peñascos, islotes abandonados en medio del mar, sin agua y sin ninguno de los demás elementos indispensables a la vida, sin procurarles medios de relación con tierra firme». El historiador Rafael Pezzi se hacía eco hace ya más de un siglo ‘Los presidios menores de África y la influencia española en el Rif’ (1893) de la desolación que se respiraba en algunas de las islas españolas que salpican la costa de Marruecos. Estos enclaves, que se agrupan bajo la denominación oficial de plazas menores de soberanía española en el Norte de África, desempeñaron durante siglos funciones logísticas vitales para frenar la piratería berberisca y mantener la hegemonía naval hispana en el Mediterráneo.
Hoy, carentes ya de todo valor geoestratégico, se han convertido por obra y gracia de las mafias marroquíes en el nuevo Eldorado de la inmigración ilegal. El desembarco el fin de semana de 70 inmigrantes de origen subsahariano en la Isla de Tierra, un peñasco deshabitado que forma parte de las Islas de Alhucemas, ha sacado a la luz un nuevo ‘modus operandi’ de los traficantes de seres humanos: en vez de arriesgarse trasladando su ‘mercancía’ a través del Estrecho la depositan en uno de estos islotes próximos a la costa marroquí para que España asuma su custodia. El negocio es redondo, ya que obtienen los mismos beneficios con un ahorro significativo en términos de riesgo y trabajo. Además, colocan en apuros a las autoridades españolas, algo que la Administración marroquí siempre sabe agradecer cuando sale a la luz el espinoso asunto de la territorialidad.
Como casi todas las plazas de soberanía española, la Isla de Tierra es poca cosa. Tiene tres veces menos superficie que la Isla de Santa Clara, la que cierra la bahía de San Sebastián, y no ha estado nunca habitada. Carece de agua y su vegetación no va más allá de unos cuantos matorrales adaptados a una climatología extremadamente seca. El único punto que juega a su favor es que está a un paso de la costa marroquí: unos treinta metros con la marea alta y unos diez en bajamar, cuando se vuelve accesible incluso para los que no saben nadar.
Antiguos presidios
Ni en la Isla de Tierra ni en la de Mar, que es su hermana, ha habido nunca una población estable. Hay que recorrer unos 800 metros para vislumbrar alguna señal de vida humana. En el Peñón de Alhucemas, el que da nombre al muy modesto archipiélago, queda una menguada guarnición militar. El peñón, territorio español desde 1673, llegó a tener cuatrocientos habitantes pese a que sus dimensiones son similares a la Isla de Tierra. Fue primero fortaleza militar y luego hizo las veces de presidio tanto para delincuentes comunes como para desterrados políticos. Por allí pasaron personajes ilustres como Mariano Zorraquín, diputado liberal de las Cortes de Cádiz, reputado masón y jefe del estado mayor del general Espoz y Mina.
La condición de presidio es algo común en estos enclaves. Al igual que Alhucemas, tanto las Islas Chafarinas como el Peñón de Vélez acogieron durante largas etapas una población penal que crecía o menguaba en función del talante represivo del gobierno de turno. Ese papel tocó a su fin después de una reforma del sistema penitenciario que clausuró en 1910 todos los presidios habilitados en África.
Agotada su función penal, la ya escasa población disminuyó hasta convertir los islotes en territorios semifantasmales custodiados por unas guarniciones militares de carácter testimonial. El conflicto que se suscitó hace una década en la Isla Perejil, otro peñasco deshabitado de la costa marroquí cuya territorialidad reivindica España, hizo que los ojos del mundo se dirigiesen a estos pequeños territorios que el geógrafo Francisco Quirós califica de «simples reliquias históricas».
La reacción del Gobierno de José María Aznar, que ordenó una operación militar en toda regla para «recuperar» el islote de las tropas marroquíes, caldeó por unos días el norte de África e hizo que se intensificase la vigilancia de los enclaves para evitar «incursiones» enemigas. Los soldados recibieron órdenes de reforzar la seguridad extendiendo alambradas y otras medidas que entorpeciesen posibles asaltos. Ignoraban que a los nuevos invasores no les mueven los impulsos patrióticos, sino algo mucho más elemental: el hambre.
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