«¡Los embarcamos! ¡Todos a bordo!»

Esta es la historia de cómo los militares españoles de la fragata «Almirante Juan de Borbón», gracias a la heroica decisión de su comandante, salvaron hace un año 114 vidas y cambiaron la suya para siempre

ABC, álvaro callejaferrolálvaro callejaferrolá. c. ferrol, 18-07-2012

El 10 de julio de 2011, los 234 tripulantes de la fragata «Almirante Juan de Borbón» desayunaron churros. Dieciocho días antes, habían partido de Rota para dirigirse a la misión «Protector Unificado», un embargo marítimo establecido por la OTAN para evitar la entrada de armamento y personal sospechoso a Libia, país entonces inmerso en plena guerra.

Aquel día el comandante Ignacio Céspedes estaba contento. Su fragata, la F – 102, de la clase Álvaro de Bazán, había abordado ya a siete mercantes y el ritmo de trabajo de los españoles estaba siendo el mejor de toda la Alianza Atlántica; su barco, de hecho, se convertiría semanas después en la unidad de la OTAN con más abordajes e interrogatorios realizados. La misión no podía ir mejor, y por eso el comandante y su tripulación disfrutaron especialmente de aquellos magníficos churros.

Después de desayunar, el comandante asistió a misa en la sala de reuniones del barco. Estaba en silencio, sentado en su silla, cuando alguien le tocó el hombro. Tenía que acudir inmediatamente al Centro de Información y Combate, el cerebro del barco, una sala en penumbra, repleta de monitores, para investigar un imprevisto de suma importancia. La «Almirante Juan de Borbón», le dijeron, debía cambiar su rumbo. A cien kilómetros de su posición había un cayuco con 114 personas a bordo que llevaba cuatro días a la deriva. Un remolcador chipriota lo había encontrado y había lanzado la voz de alarma.

El cabo primero Raúl Padilla, del equipo de navegación del puente, supervisó el camino a tomar para interceptar el cayuco. Tras hacer unos cálculos, recomendó la máxima velocidad de treinta nudos para llegar a tiempo. Aquella, pensó, era una extraña misión; la OTAN no había ofrecido ningún tipo de instrucciones.

El segundo comandante de a bordo, el capitán de fragata Jorge Hernández, relata los hechos con seriedad. Localizar ese esquife fue complicado. Lo recuerda con voz disciplinada y una mirada precisa, como de teleobjetivo. Tras cuatro horas de navegación lograron interceptar el esquife, un pequeño bote azul carcomido por el salitre y medio hundido por el peso de 114 personas. Cuando llegaron, los náufragos achicaban agua, y la «Juan de Borbón» decidió soltar dos zodiacs para abordar la embarcación. Allí había mucha gente, demasiada.

Mientras, Héctor Piñeiro, capitán de Intendencia de la fragata, permaneció atento a las necesidades de los náufragos. Piñeiro, un marino de Ferrol con trece años en la Armada, tenía uno de los cometidos más importantes de la misión: era el encargado de la comida. Como responsable del servicio económico y de aprovisionamiento, sabía que 114 personas más a bordo era algo insostenible. Por eso pidió a Malta, Túnez e Italia los países más cercanos poder adquirir los víveres necesarios en puerto. Pero ninguno hizo absolutamente nada. En realidad, todo el mundo guardó silencio.

Se hizo de noche sobre las aguas libias, y en su soledad, Piñeiro organizó y apuntó. Acechó a los náufragos durante toda la oscuridad. Quizás pensando que aquel contratiempo era cuestión de horas.

«Mi comandante, esa embarcación está a punto de hundirse». Ni las agencias civiles ni los organismos internacionales habían respondido al socorro, y ya no cabía esperar nada de ellos. Estaban completamente solos.

El día anterior, el comandante y el Segundo habían decidido no embarcar a los 114 emigrantes (refugiados libios), ya que no podían proclamar una emergencia SOLAS (Safety of Life at Sea), el tratado internacional que regula qué hacer en estas situaciones. «No les podíamos subir, no sabíamos quiénes eran. Encontrarse un cayuco en la mar no significa que les puedas embarcar a bordo. Además, los barcos de guerra no estamos ni preparados ni adiestrados para recibir inmigrantes», comenta Hernández. A lo que el comandante añade: «Aunque la OTAN es sensible al problema de la inmigración, se debe tener en cuenta que es una organización para la defensa y la seguridad. La OTAN no es una ONG».

En uno de los alerones, la cabo primero y artillera Elisabeth García permanecía vigilando «como Rambo», precisa. Con su cuerpo ancho, robusto, su coleta rubia y su collar de perlas, «Betty» era la encargada de abrir fuego de intimidación contra los mercantes abordados. Para ello empleaba una ametralladora MG, que utilizaba solo «para meter miedo». Si el contramaestre Romero movía barcos, Betty los paraba.

Con todo el mundo preparado, se bajó la escala real, por la que subieron los cansados inmigrantes. Un contingente de infantes de Marina los recibió en cubierta. Tenían que estar prevenidos ante cualquier peligro. Eran una flota militar, y debían tomar precauciones militares.

La tripulación dobló su trabajo. Funcionaron como un mecanismo, como una falange. En una fragata, todo está previsto, menos qué hacer en caso de alojar a 114 náufragos en plena guerra y sin que ningún país quisiera hacerse cargo de ellos.

Un grupo de militares, con Raúl Padilla y J. J. Romero, montó unos toldos para los exiliados. Otros se ocuparon de ducharlos. El sargento condestable Alejandro Freire recuerda además cómo algunos se quitaban una camiseta y se quedaban con otras dos encima. «Qué desgracia, verse abocado a meter tu vida en una bolsa de plástico». Los militares recolectaron ropa en todos los camarotes. Así, sus camisetas de «Racing de Ferrol» y «Festa do Cocido» fueron para los recién llegados. Mientras, la cabo Beatriz Taboada se decía a sí misma que era una auténtica marina, y que nunca cambiaría pañales. Pero acabó haciendo biberones y organizando juegos para los seis niños de a bordo. «Yo era de las que decía: una patera, otra más ¡Venga, pa España! Ahora los miro de otra forma. No los juzgo. Nunca sabes si te va a tocar a ti. Esta gente traía su vida en una bolsa de basura».

Los 40 militares de la fragata se volcaron con los niños. Betty (o Rambo) elaboró unos sonajeros con unas botellas de agua llenas de arroz. También diseñó unos peculiares peluches con esparadrapo y una fregona, que hacía las veces de una melena rubia. «Las muñecas daban un poco de miedo a los niños, y no tuvieron mucho éxito. Los sonajeros, sí», recuerda el Segundo, Jorge Hernández. Pero Betty estaba feliz por poder ayudar. Dejaba por unas horas su ametralladora y, en su tiempo de descanso, se dedicaba a hablar con los niños y a regalarles juguetes. «Si me pasara algo así me gustaría que alguien me ayudara», dice.

Una de las niñas de a bordo era Precious (Preciosa, en español), especialmente querida por los miembros de la dotación. Los españoles la rebautizarían como «Machaco», pues repetía siempre la palabra que gritaban los militares cuando jugaban a los dados: «¡Yo te machaco!». El cabo Padilla, como sus compañeros, estaba encantado con esta niña de ojos enormes.

En una ocasión, una de las refugiadas musulmanas se aproximó con su hijo al cabo Padilla para ofrecerle algo. «For you, for you!», le repitió. Padilla llamó al lingüista, José Manuel Vara. «¿Qué quiere?». «Dice que el niño va a estar mejor contigo», le contestó. El cabo primero no se lo podía creer. Está casado con una guardia civil y lleva intentando adoptar un niño desde hace tres años. El matrimonio espera conseguir un niño etíope para antes de diciembre. Por eso, en aquel momento Raúl Padilla estaba especialmente desconcertado. «Para que una madre dé a su hijo sin pedir nada a cambio Si pudiera arreglar los papeles sabe Dios que me lo quedaba. Pero no podía hacer nada».

La fragata solicitó a los países más cercanos entregar a los emigrantes. Los víveres escaseaban. El comandante y su equipo de oficiales buscaron en libros de derecho y se estudiaron los tratados internacionales. Mediante esta técnica, ya habían conseguido enviar a Malta al niño con hidrocefalia y a su familia, a un hombre enfermo y a una mujer a punto de dar a luz. Todo fueron emergencias. Pero, ¿y los restantes? ¿Acaso su situación no era urgente? «La vida no vale nada. A la gente le da igual. Nadie quería a esas personas. Era un: ¿dónde las dejo: aquí, aquí, aquí? Podías ir preguntando que todo el mundo te iba a decir que no», apunta la cabo Taboada.

Llevaban ya cuatro días de convivencia, y uno de los musulmanes se acercó a Vara. «Queremos rezar hacia el Este. ¿Podemos?». El comandante Céspedes asintió. Los musulmanes se lavaron y, en la popa, desplegaron sus alfombras en dirección a la Meca. «Bi ism allah al rahman, al rahim» (en el nombre de Dios, el misericordioso, el compasivo), decían.

Los cristianos, durante el orto, también hacían su oración. Reunidos en la cubierta de vuelo frente a un horizonte rojo y sangrante, los fieles escuchaban las palabras de quien parecía ser el líder, un nigeriano laico, mayor y esbelto. Todas las mañanas llamaba a su «rebaño» con una canción. Un salmo cantado, quizás. «¡Venid, acercaos!». «Te damos gracias, Dios, por estar aquí. Te damos gracias por la Armada española. Te pedimos por los que no han podido venir. No nos abandones. Eres lo único que tenemos. Perdona a los que nos han hecho daño, a los que matan en la guerra». Muchos marinos no creyentes se acercaron a escuchar. Algunos lloraron. «¿Queréis creer en Dios? Miradle», les decía Héctor.

El día 16, la OTAN contactó con la fragata española. «Podéis llevarlos a Túnez», anunció. El buque, entonces, hizo una especie de «zafarrancho» al revés. La cabo Taboada corrió a por galletas, bollos y camisetas, y llenó los bolsillos de sus huéspedes. Después lloró como un niño pequeño. La cabo segundo González no quiso despedirse, y corrió adonde no pudiera ver el adiós de «sus» niños. El brigada Romero, por su parte, les acicaló por última vez. El comandante, para evitar riesgos, no reveló el destino a ninguno de los emigrantes.

El remolcador tunecino, su pasaje de vuelta a África, ya estaba a la vista. Vara alineó al grupo de exiliados y les pidió calma. «Ahora bajaréis por una pasarela hasta la zodiac y después embarcaréis en otro buque», les anunció. «Y por favor, no olvidéis nunca que este barco os ha salvado la vida». Todos se mostraron agradecidos. «Es muy emocionante», relata Vara, «cómo te abrazan, cómo te chocan las manos, cómo te miran. Sobre todo emocionan las miradas». Los emigrantes enfilaron la pasarela. «¡Gracias, gracias!».

Y desaparecieron.

Rescatar a aquellos 114 emigrantes, sabe, no era su misión, pero se siente realizado por su iniciativa. «Ha sido un orgullo mandar al grupo de hombres y mujeres de la Almirante Juan de Borbón. Para la tripulación ha sido un honor haber participado durante más de tres meses en una operación real, ayudando al pueblo libio a encontrar su libertad».

Luego se encoge de hombros, sin falsa modestia, a tan solo medio metro de una de las muñecas guardadas en su camarote, recuerdo de los niños que embarcaron en la fragata. «Solo cumplimos con nuestro deber». Su mirada franca revela que no miente. Pero que tampoco dice toda la verdad.

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