Casi uno de cada cinco franceses ha votado a la ultraderecha, eso cuentan las portadas. Y añaden que ese extremismo en España no existe, que sea por nuestro espíritu abierto – sic – o reciente pasado solo cuatro nostálgicos y seis cabezas rapadas apoyan a candidaturas xenófobas y patrioteras. Yo en cambio creo que por estos pagos florece la ultraderecha aunque no se le llame así, y es más: puesto que no se le llama así, muchísimos ciudadanos expresan sin complejo opiniones que en otros países causan vergüenza por ser propias de la ultraderecha.

Hoy mismo, a cuenta del aniversario del bombardeo de Gernika, en ciertos medios de difusión madrileños abundan comentarios negacionistas o justificadores que en París estarían prohibidos. Otros días publican arengas contra los sudacas, los moros, los judíos, los catalanes, los vascos y, cómo no, los gabachos. La mayoría de esos lectores anónimos no vota a la ultraderecha oficial porque en los bares de tapa y serrín, en las charlas de chicle y gomina, en fin, en la Iberia normal del As y el Marca es posible repetir el discurso de Le Pen sin necesidad de echarse al monte. No hace falta fomentar un grupo político para los ultrassur porque ya tienen sitio en el palco.

Y no solo la gaviota rojigualda acoge a facciosos y racistas. Sin salir del norte, e incluso de un supuesto progresismo, bastantes personas sacan de paseo a la identidad con una furia y miedo dignos del mejor Cid o la peor Juana de Arco. En foros y barras se aboga por echar a esos españolazos del Gobierno vasco y navarro o, bajando al pueblo, por hacer lo mismo con esos inmigrantes que están arruinando los servicios sociales. Nosotros, primero. Cabe discutir el asunto de las prioridades nacionales, pero resulta indiscutible el hecho de que en Europa es la llamada ultraderecha quien expande ese debate. Quizás ni allí sean tan malos ni aquí seamos tan buenos. Estamos como para dar lecciones a Francia, ya te digo.