Sarkozy y Hollande cortejan a los votantes del FN
La Vanguardia, , 25-04-2012Cuando el 15 de septiembre del 2008 el banco Lehman Brothers se declaró en bancarrota, desencadenando la peor crisis financiera y económica que ha conocido el mundo desde la Segunda Guerra Mundial, muchas cosas se derrumbaron. La historia que había escrito para sí mismo Nicolas Sarkozy también. Elegido en el 2007 con un masivo y esperanzado apoyo popular –casi 19 millones de votos–, el presidente francés se pretendía el hombre de la ruptura, el líder que iba a poner a la esclerotizada Francia rumbo al siglo XXI. La crisis truncó sus planes. Cinco años después, la ruptura es sólo un vago recuerdo.
“Para Nicolas Sarkozy no habrá ningún encuentro con la Historia. No dejará ninguna reforma fundamental, ninguna gran construcción. Nada. No más que la huella del viento”. Son palabras duras, pronunciadas por el economista Jacques Attali –antiguo consejero de François Mitterrand en el Elíseo–, tanto más severas cuanto que vienen del hombre a quien Sarkozy puso al frente de la comisión de expertos para el crecimiento económico.
Sarkozy, cierto, no ha producido el gran salto prometido. La sociedad francesa sigue fundamentalmente igual. Pero con más o menos acierto, de forma inconstante y a veces incoherente, Sarkozy ha sido un presidente reformador. Nunca antes se habían abordado en Francia tantas reformas y a un ritmo tan sostenido.
En su activo, los analistas destacan la autonomía de las universidades, los incentivos a la investigación, los servicios mínimos en el transporte, la creación de la Renta de Solidaridad Activa o la inevitable –aunque incompleta– reforma de las pensiones, aprobada pese a una fuerte oposición social. La reforma del sobredimensionado Estado francés, en cambio, se ha quedado corta.
Entre sus fracasos más punzantes está el paquete de medidas económicas y fiscales lanzadas inmediatamente después de su elección, en el verano del 2007, conocidas bajo el nombre de Ley TEPA, que debían generar un “choque de confianza” y con el tiempo se han revelado costosas e ineficaces. El símbolo de este fiasco es el llamado “escudo fiscal”, que limitaba al 50% de la renta lo que un francés debía pagar al Estado por todos sus impuestos. Sarkozy hizo de él una cuestión de principio, para acabar suprimiéndolo en el 2011.
Pocas cosas le han hecho más daño. El presidente francés, el más detestado de la historia de la V República, todavía paga los graves errores del inicio de su mandato, cuando festejó su victoria con varios grandes empresarios en Fouquet’s y se fue a navegar en el yate de Vincent Bolloré. Sólo faltó el “escudo fiscal” para que se consolidara la imagen de “presidente de los ricos”. Y el fallido intento de promover a un cargo a su hijo Jean, para arrojar sobre él la sombra del nepotismo.
Autopresentado como “el presidente del poder adquisitivo”, Sarkozy empezó a pagar muy pronto el olvido de sus promesas con una caída vertiginosa de su popularidad: “¿Qué quieren que haga si las cajas están vacías?”, respondió en enero del 2008, antes del estallido de la crisis. También había prometido reducir el desempleo –“Si el paro no baja al 5%, habré fracasado”, había dicho–, que ha acabado en el 10%.
Naturalmente, él no es el principal responsable de la crisis. Su gestión puede incluso haber sido positiva. Sarkozy ha demostrado
Casi seis millones y medio de votos –los obtenidos por el Frente Nacional– van a disputarse de aquí al 6 de mayo los dos candidatos en liza para la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas. Nicolas Sarkozy es el que se ha lanzado con mayor vehemencia a cortejar al electorado de extrema derecha. En un mitin que protagonizó ayer en Longjumeau (sur de París), el presidente francés exhibió músculo contra la inmigración incontrolada, el voto de los extranjeros o las presiones “comunitaristas”, acusando a la izquierda de laxista. Con otro lenguaje, el socialista François Hollande, en un mitin en el departamento del Aisne –donde Marine Le Pen quedó segunda el domingo–, asimiló el voto de la extrema derecha con un “voto de cólera y de cambio”, y pidió a sus electores su apoyo. no sólo su gran capacidad de liderazgo –su actuación al frente de la Unión Europea en plena tormenta fue mundialmente aplaudida–, sino también su pragmatismo. Subiendo los impuestos y haciendo los recortes mínimos –lo contrario de lo que él mismo ha recetado al resto de Europa de la mano de la canciller alemana, Angela Merkel–, el presidente francés ha eludido la catástrofe.
Aunque crítico con un balance que califica de “mediocre” –Sarkozy “no ha resuelto los grandes problemas”, dice–, el politólogo Gérard Grunberg admite en cambio que “ha evitado lo peor”. No parece, sin embargo, que los franceses se lo reconozcan bastante.
Sarkozy no gusta. No gusta su personalidad excesiva, que le ha acabado hurtando la simpatía de muchos ciudadanos, incluso entre quienes le votan. Su manera personalista y omnipresente de ejercer el poder satura. Su forma de desacralizar –de rebajar, de algún modo– la presidencia de la República, enoja. La exhibición impúdica de su vida privada –su divorcio de Cécilia, su romance y boda con Carla Bruni–, molesta. Sus actitudes chulescas –“Ahora, cuando hay una huelga ¡nadie se entera!”– o barriobajeras – “¨¡Lárgate, pobre gilipollas!”– irritan.
“Jactancia y trivialidad habrán devaluado, más que humanizado como él creyó, su función”, ha subrayado al respecto Claude Imbert, editorialista de Le Point.
La noche del 6 de mayo del 2007, ante la enfervorizada multitud que se agolpaba en la plaza de la Concordia de París para festejar su triunfo, Sarkozy hizo una promesa: “¡No os decepcionaré!”. Pero es lo que ha hecho.
(Puede haber caducado)