Así se fabrica un traficante de mujeres
El Correo, , 26-02-2012«Dios me ha dicho que no he hecho nada malo». Estas palabras, pronunciadas el pasado septiembre en un despacho del complejo policial de Canillas, son el epitafio a 25 años de carrera delictiva. Ioan Clamparu (Rumanía, 29 de octubre de 1968) se acababa de presentar en las dependencias de la Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta Central, a sabiendas de que los investigadores le tenían localizado en Portugal, tras permanecer siete años fugitivo. La Policía Nacional daba así caza a ‘Cabeza de cerdo’, uno de los mayores traficantes de mujeres del mundo. Esta misma semana, se conocía la dura sentencia que le imponía la Audiencia Provincial de Madrid: 30 años de prisión, la máxima pena, por cinco de los 350 casos de explotación sexual que se le atribuyen. Entre esta media decena de mujeres valientes que se atrevieron a denunciarle (aunque solo dos comparecieron ante el plenario en calidad de testigos protegidos), había una que, siendo aún menor de edad, fue obligada a abortar de manera salvaje.
La historia de este sujeto no se podría entender sin los cimientos que sustentaban el régimen comunista de Ceaucescu en su país. En las postrimerías de la atroz dictadura, Clamparu fue encarcelado en 1988 por un homicidio. Allí conoció a algunos de los que luego serían sus colaboradores más estrechos. La caída del Telón de Acero y el inicio de una transición política en Rumanía, más fachada que otra cosa, creó una amalgama de mafias que no querían perder su trozo del pastel con la llegada de la democracia. Clamparu, entonces guardaespaldas de un destacado político de su país – aún en activo – importante empresario deportivo y con despacho en Bruselas, creció criminalmente a los pechos de políticos maquillados de reformistas y los servicios secretos de aquella época tan oscura del país del Este de Europa. Era el destino natural para jóvenes cuya carrera deportiva prometía (en el mundo de la halterofilia o la lucha libre, como es el caso), pero que entonces no veía otra salida que vincularse al mundo del crimen.
Dos esposas y una amante
Entonces nacía el verdadero ‘Cabeza de cerdo’, también conocido como ‘Papá’, ‘Padrino’ o ‘Fantasma’, que aprovechó el auge de los flujos migratorios que acababan en España. Además de la prostitución fue ganando músculo criminal al calor de la clonación de tarjetas de crédito y la extorsión a otras bandas delictivas.
Allá por 1998 se instala en España, y no tarda en adecuar su estilo de vida meridianamente mafioso: chalé en una exclusiva urbanización de Boadilla del Monte (Madrid), dos hijos, esposa oficial, otra mediante un matrimonio de conveniencia con una suramericana nacionalizada española y, cómo no, la amante ‘fija’, santo y seña de todo ‘padrino’ que se precie.
Llega la primera acusación, por estafa. Pero lo más importante, el desembarco de las 200 primeras mujeres en España, estaba en ciernes. Fue en 2000 cuando comenzó a hacerse con la Casa de Campo madrileña, un enorme espacio de prostitución callejera; un mercado que, aseguran los expertos fue una auténtica revolución. Aquellas jóvenes rubias, hasta entonces solo disponibles en clubes de alto standing, fueron tomando las sombras del parque y polígonos industriales, a precios muy bajos y desplazando así a las habituales españolas desbaratadas por la adicción a las drogas y la oferta, aún incipiente, de chicas latinas.
Una oreja cortada
Eran mujeres, muchas, que sabían que venían a venderse desde su Rumanía natal; otras, las menos, acudieron tras los cantos de sirena de un puesto de trabajo como asistentas del hogar o camareras. Pero ninguna sabía ni estaba preparada para soportar las continuas vejaciones, el estado de esclavitud en el que malvivirían ni la obligación de trabajar sin ver un céntimo en aras de pagar deudas de hasta 10.000 euros a la organización delictiva.
Otros grupos, especialmente de albaneses y búlgaros, vieron peligrar su cuota de negocio, y fue cuando comenzó la espiral de ajustes de cuentas en los que, casi siempre, ‘Cabeza de cerdo’ salía vencedor y sus adversarios, en el mejor de los casos, acababan con una oreja cortada.
A Clamparu le movía una máxima: el control del territorio, para lo cual acaparaba al mayor número de chicas – a finales de julio de 2003, tenía a 350 bajo su yugo – o se servía de proxenetas intermedios que ‘pasaban por caja’ a cambio del usufructo de sus esquinas. Era la época de las violaciones indiscriminadas a estas esclavas y de las amenazas de descuartizarlas y arrojar sus pedazos a los perros salvajes.
Llegó a instalar un retén de matones ante el ya desaparecido consulado de Rumanía: aquellas que denunciaban su infierno ante las autoridades de su país se llevaban la terrible sorpresa a la salida de que la banda las esperaba.
Le han caído 30 años, pero, en menos de 20, el ‘Padrino’ volverá a la calle.
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