Solo un poco de calor
Los servicios sociales de Donostia abren sus puertas para luchar contra el frío. Decenas de sin techo hacen cola cada noche para buscar un lugar a salvo del mal tiempo
Diario Vasco,
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04-02-2012
Hace un frío de mil demonios frente a la verja. Por la estrecha calzada que desemboca en el edificio asciende un hombre de piel oscura con una maleta y una bolsa de viaje. Modou Abdoulayee se acerca a la ventanilla de admisión y pregunta si puede entrar. No ha visto el cartel donde ya han escrito la respuesta que buscaba: «Completo».
Son las ocho de la tarde. Si quiere dormir bajo techo deberá aguardar hasta las diez y media. A esa hora la verja se abrirá de nuevo para los que han tenido menos suerte, como Modou y el resto de las sombras que poco a poco comenzarán a ascender por el camino para ganarse un hueco en el reino del SPA.
No es un lugar de piscinas climatizadas y chorros de agua relajantes. SPA son las siglas del Servicio de Puertas Abiertas que el Ayuntamiento de San Sebastián habilita en el Hogar del Transeúnte cada vez que el termómetro baja de cero grados por las noches. El SPA no ofrece comida, consuelo, ni grandes comodidades. Tan solo es un refugio para no morir congelado.
Casi todos los inquilinos oficiales del hogar ya están dentro y se disponen a cenar antes de dormir en alguna de las cuarenta habitaciones individuales del centro. La mitad se ha ganado el derecho a comida y cama en el centro para una estancia larga, que suele ser de un mes. Para el resto la permanencia es mucho más corta, de tres noches, y no podrán regresar en tres meses. Es más de lo que tienen los sin techo que se concentran ante la verja. Los durmientes del SPA son los últimos en llegar; serán los primeros en salir.
Modou se apoya en un muro con aire resignado y se dispone a aguardar la hora. Esperar es lo que ha hecho desde que el jueves llegó en el autobús de Vitoria y un policía municipal le dio un plano de San Sebastián con la dirección del hogar, en el Paseo Mons.
En Senegal, donde aguardan su esposa y dos hijos, a los que envía dinero siempre que puede, se dedicaba a limpiar las calles. Modou habla mal castellano y la frase que repite más veces es «quiero trabajar». Antes de encaminarse al hogar ha entrado en un bar para resguardarse del frío, pero al cabo de un tiempo el dueño le ha dicho que tenía que irse porque no estaba consumiendo nada.
Con su bolsa y su maleta a los lados Modou observa a la gente que se arracima en torno a la verja. Los afortunados salen del edificio después de cenar y se acercan lentamente entre la oscuridad. Parecen presos en busca de una oportunidad para huir hacia la libertad, pero solo es un espejismo. Aquí los que peor viven son los que están en el exterior; el frío es la cárcel.
Ayuda anónima
Llegan de ambos lados, los de dentro y los de fuera. Cuando comienzan a hablar sus historias se cruzan hasta convertirse en un único relato que al fin ha convergido en un mismo destino. Proceden de lugares distintos pero todos saben lo que es dormir en la calle con la única esperanza de obtener un trabajo cada vez más improbable de alcanzar.
Karim Oufkir se presenta como «marroquí exiliado político» que ha perdido «sus derechos» y a quien el Gobierno ha «abandonado por intereses». Tiene 48 años y reside desde hace quince en Euskadi. Antes de hablar pide al entrevistador que le muestre su acreditación de periodista, precaución que no está de más dados sus antecedentes.
Karim es sobrino de un general que en 1972 atentó sin éxito contra la vida del Rey Hassan II. En represalia, él y los miembros de su familia que habían quedado con vida permanecieron 18 años en arresto domiciliario. Cuando terminó la condena logró salir de su país.
La irrupción de un coche interrumpe el relato. Del vehículo desciende un hombre con aspecto inequívoco de mendigo acompañado por Esti. «Me lo he encontrado en la calle y le he dicho que esta noche no puede dormir a la intemperie porque se va a congelar, así que lo he traído aquí, aunque al principio no quería». La mujer, que se niega a revelar su identidad, acompaña al sin techo hasta la verja y le pide que espere unos minutos. Volverá al cabo de un rato con un paquete de cigarrillos que dará al indigente antes de marcharse.
Cuando desaparece el coche regresan las historias. Faiza es de Argelia, tiene 26 años, dos hijos que duermen en una casa de acogida y está embarazada de cuatro meses. Acompañada por su marido, relata que ha dormido mes y medio en la playa y sabe lo que es que «los policías te despierten a patadas, como a perros». Y quizá sabrá también lo que es el frío intenso porque esa noche es la última que podrá pernoctar en el hogar y no está dispuesta a hacerlo «en una sala con cuarenta personas» como las que ofrecen otros servicios. «En esos lugares hay gente que no respeta nada. Iremos a la calle, a dormir debajo de un puente en Ategorrieta», dice con una mirada en la que se mezclan la ira y la dignidad.
Suena una armónica. Es el hombre que ha descendido del coche y que se presenta en sociedad impetuosamente. «¡Carlos García Rodríguez, Gadafi! ¡Veinte años preso en Carabanchel!» Protege sus manos con mitones y su cabeza con una boina con una ikurriña y una insignia de la Real Sociedad. Tiene 58 años, rostro curtido, escasos dientes y ha sido «pelotari gudari». Insiste una y otra vez, «de parte de Gadafi», en «que salga en el periódico que los vascos no somos terroristas».
Perros antes que hombres
Los sin techo conversan mientras tanto entre ellos. Hablan de «guerra psicológica», de personas que «prefieren cuidar a perros antes que a seres humanos», de los cartones y mantas indispensables para combatir el frío y de la conveniencia de comer o no lo que se puede rescatar de los contenedores de basura.
Tocu Hilarife recuerda que «cerca de Tolosa hay un hombre que tiene ocho gatos». Ha intentado dormir en el hogar de Errenteria pero no había plazas y le han dicho que se acerque al SPA de San Sebastián. Es un rumano y cristalero en busca de trabajo que desde hace casi tres años duerme en las calles vascas, donde ha probado ya las excelencias de cajeros automáticos, polideportivos y la sombra de los incontables puentes que salpican nuestra geografía.
Carlos García Rodríguez da un pequeño paso de baile para demostrar que está en forma. A sus espaldas, varias personas trasladan colchones para habilitar las salas del SPA. Gadafi asegura que prefiere dormir en la calle como lo ha hecho la noche anterior, «al lado de las bicicletas», porque tiene un talismán que le protege. «Me pongo la ikurriña encima y no paso frío».
«Si me muero, me muero», insiste Carlos cuando se le recuerda que quizá no soporte las bajas temperaturas. Lo dice con la altivez de quien ha soportado muchos inviernos a la intemperie. Pero su orgullo tiene altibajos. «Me han robado la mochila con las pastillas para el corazón y el historial médico. Estoy jodido». La dureza le abandona por un instante y los ojos se le humedecen. «Lloro de rabia», se justifica. «Sé lo que fui y sé lo que soy. Un desgraciado», dice con amargura.
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