Cuidadoras en la distancia

Historias de mujeres inmigrantes que atienden a mayores y hogares en Gipuzkoa. La inmigración tiene cada vez más un rostro femenino. Alba Rosa y Carmen, de Nicaragua, cuentan su proyecto de vida fuera de su país

Diario Vasco, ARANTXA ALDAZ | SAN SEBASTIÁN., 04-01-2012

Alba Rosa Fajardo, mujer, inmigrante, empleada en el servicio doméstico, cumple a la perfección el perfil de lo que se ha bautizado como feminización de la inmigración, un fenómeno objeto de estudio sociológico, palpable más allá de la estadística, con tan solo echar un vistazo en la calle, detrás de una silla de ruedas o del brazo de una anciana que necesita ayuda para caminar. La creciente necesidad de cuidadores por el envejecimiento de la población ha atraído a Euskadi a un colectivo concreto de extranjeros, mujeres, latinoamericanas en su mayoría, que viven en la distancia de sus países empujadas por la necesidad económica de labrarse un futuro mejor.

Alba Rosa empezó a escribir el relato compartido por muchas otras mujeres inmigrantes el 11 de febrero de 2007. «Ninguna de las personas que emigramos olvidamos la fecha de nuestra salida», cuenta en la cocina de su casa, en Irun, el municipio donde reside desde que aterrizó hace cinco años, cuando tenía 27, siguiendo el periplo de varias primas suyas, todas ellas mujeres, todas inmigrantes.

Sonríe en cada uno de sus gestos porque, recalca, a pesar de que los inicios de su nueva vida fueron «duros», está «muy agradecida» al apoyo que ha ido encontrando entre su familia, amigas y «también los jefes», en los momentos difíciles del proyecto migratorio sobre los cuales prefiere pasar de puntillas en la conversación. Mientras ella se presta al reportaje, su «hermanita» pequeña celebra su boda a miles de kilómetros. Es un ejemplo del precio que ha tenido que pagar para lograr un respiro económico para ella y su familia.

Nadie le había pintado la emigración de color de rosa. «Sabía a lo que me tenía que enfrentar y aún y todo ha sido difícil». Para empezar, renunció a cualquier aspiración laboral acorde a sus estudios universitarios. Es abogada y maestra. En Somoto, su ciudad natal, ejerció durante varios años en una escuela de Educación Primaria. Su sueño es regresar, «orgullosa» de sus raíces, y montar un despacho de abogados. Una inversión imposible de afrontar con los setenta euros al mes que cobraba antes de emigrar. De momento se tiene que conformar con trabajar tres horas por semana en dos casas, un trabajo «muy digno», pero que no se corresponde con su preparación.

«Realidad desconocida»

Es difícil saber cuántas extranjeras se dedican al cuidado de personas mayores o al servicio doméstico en Gipuzkoa, puesto que la mayoría carece de papeles, lo que les convierte en trabajadores invisibles y condenadas en muchos casos a la precariedad laboral. Según el Instituto de Mayores y Servicios Sociales, el 40% de las personas cuidadoras de mayores en España son extranjeras y esta cifra se eleva a 81,3% en el caso de las ‘internas’ (Imserso, 2004). El informe destaca que las personas inmigrantes son las que mejor se adaptan a la oferta de trabajo de cuidados bajo la modalidad de ‘internos’, dado que se cubre su necesidad de vivienda y alimentación, además de poder convertirse en un mecanismo de regularización de documentos.

Alba Rosa ha trabajado en dos casas, ha cuidado niños, ha sido dependienta de una tienda de ropa y ha limpiado casas. Dice que se ha abierto el camino con mucho esfuerzo, pero también ha contado con la ayuda de «un ángel de la guarda» a quien prefiere dejar en el anonimato. También ha estado arropada por la asociación Adiskidetuak, que le ha asesorado de forma gratuita para todos los trámites administrativos que ha tenido que cumplir hasta lograr tener regularizada su situación, el pasado mes de noviembre. La mayoría llega con visado de turista con permiso para tres meses. Y luego se quedan. Tienen que pasar tres años para solicitar el permiso de residencia, con la condición de contar con un contrato de trabajo. «El hecho de tener papeles te da tranquilidad, pero con ellos o sin ellos tenemos que defender nuestros derechos como personas», porque dice que, aunque ella no ha sentido un rechazo directo hacia su persona, sí sufre por «el racismo» que hay en las pequeñas cosas, «a la hora de buscar piso o encontrar trabajo» que bien sabe padecen muchas de sus compatriotas. «Nuestra realidad sigue siendo muy desconocida. Lo único que queremos es trabajar», concluye.

«Encerrada» en casa

La realidad de Alba Rosa se hace invisible para otras muchas mujeres inmigrantes en situación irregular en el país. «Sin papeles, todavía parece que no eres persona», dice otra nicaragüense. Pongamos que se llama Carmen, porque su verdadero nombre y lugar de residencia prefiere omitirlos por miedo a ser identificada. Lleva tres años pendiente de la aprobación de su visado y, aunque cree que «los papeles están al caer», vive con el mismo temor del principio. Llegó hace tres años y medio de la mano de una conocida que emprendía el vuelo hacia España para recalar en Irun. «No tenía amistad con ella. Tenía pensado emigrar desde siempre, no sólo para intentar vivir mejor, también por el hecho de conocer otro país, otra forma de vida», asegura.

Las expectativas se truncaron al pisar tierra, en cuanto empezó a buscar trabajo y se dio de pleno con la realidad: las únicas ofertas a las que podía aspirar se referían a puestos de trabajo como interna en domicilios. A los dos días de aterrizar se mudó a la casa de una anciana en Donostia, donde a cambio de comida y cama le cuidaba por un sueldo de 800 euros al mes. Trabajaba de lunes hasta el sábado a las once de la mañana. «Te quedas sin vida propia. No me esperaba aquel encierro», dice con sinceridad, un aislamiento que dejó atrás cuando la mujer empeoró de salud y fue ingresada en una residencia.

Ahora trabaja en el servicio doméstico, dos horas varios días a la semana. Se acaba de mudar a un municipio cercano a la capital guipuzcoana donde reside su pareja. No pierde la esperanza de encontrar un empleo como secretaria o contable, que es su verdadera formación. Ha iniciado los trámites para homologar esos estudios. Reescribe su historia con la ayuda también de la asociación Bidez Bide, donde comparte experiencias con otras mujeres en parecida situación. Sueñas con escalar hacia nuevas oportunidades. Y empieza a ser feliz.

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