«Okupa antes que en la calle»

ABC, T. G. RIVAS MADRID, 12-12-2011

Es la una de la mañana y Samuel, de 8 años, y su hermana Naiara, de seis, abren cuidadosamente la verja de entrada de un colegio. De sus hombros cuelgan sendas mochilas. Las persianas bajadas del centro revelan que nadie tras esa puerta les dará clase. Dentro, en lo que tendría que ser la casa del conserje, sólo les espera su familia. En total son cinco los miembros de esta unidad familiar. Todos de etnia gitana. Son los únicos moradores de este colegio abandonado que está ubicado, curiosamente, a cien metros del «okupado» mercado de Montamarta, en San Blas, el mismo que el domingo 23 de octubre fue tomado por un grupo de vecinos apoyados por el movimiento 15 – M.

Hace tres meses decidieron hacerse con lo que debería ser la casa del conserje. Anteriormente, vivían también de «okupas» en un piso de Carabanchel bajo, cerca de Pan Bendito. «Desde pequeña viví en el poblado de Los pitufos (se emplazaba en Vallecas). Después estuve siete años en El Salobral (considerado como el poblado que más mercadeaba con la droga en 2005, ya extinto). Me casé, tuve a mis hijos y ocupamos a un piso de Carabanchel. A los cuatro años nos echaron», señala Yolanda mientras abre el candado para retirar la gruesa cadena que permite la entrada a la caseta. Dentro, un hogar destartalado.


Frente a un sofá destrozado se ubica una nevera con pocas provisiones. La más pequeña de la casa pide un plátano. Yolanda se lo pela y se lo entrega a Naiara, a la vez que explica que los vecinos del barrio les proporcionan ropa y comida en ocasiones: «Sólo vivimos con los 500 euros de la Renta Mínima de Inserción (RMI). No tenemos trabajo y no voy a tener a mis hijos en la calle. Quitaron el poblado y no nos dieron casa. He pedido ayudas con lo del Plan Joven, pero de momento no tenemos nada que podamos pagar. Prefiero vivir de okupa antes que en la calle».


Esta mujer, de 30 años, sigue mostrando amablemente el habitáculo tomado a la fuerza. Al fondo de la entrada de la casa hay un cuarto, una especie de vestuarios con dos retretes que emplean para acumular ropa, cosméticos y demás enseres. «Aquí no podemos asearnos. Tenemos que salir fuera». Los amigos de los tres pequeños de 11, 8 y 6 años saben que estos niños viven en un colegio. «A veces vienen a jugar», explica Samuel, a lo que su progenitora añade con una sonrisa: «A él no le gusta esto. Quiere una habitación para él sólo, con una televisión donde pueda jugar a la Play Station sin que le moleste nadie».


Toda la familia duerme en un cuarto que acoge una cama de matrimonio y una litera. «Los más chicos utilizan el mismo lecho (la cama superior)», explica Yolanda, quien añade: «A mí me gustaría pagar un alquiler, pero es que no encontramos nada con lo que podamos vivir con el sueldo que tenemos. Si nos diesen algo por 250 o 300 euros nos iríamos de aquí».



La caseta oculta más habitaciones, pero esta familia las tiene cerradas con maderas. «A veces se meten los niños a jugar, pero intentamos evitarlo porque hay días en los que se cuelan parejas y se meten a hacer guarrerías… ¡imagínate si lo ven éstos!», cuenta entre risas. En este centro, sólo los jueves y viernes reciben clases especiales extranjeros. El resto del tiempo permanece sin actividad.


Mientras Samuel y Naiara se entretienen en el sofá con Luna, una gatita que han adoptado de la calle, Yolanda asegura que sus posibilidades económicas son escasas. Su única fuente ingresos la perdieron recientemente. «Se nos rompió la furgoneta con la que trabajábamos y no podemos pagar el arreglo». «No molestamos a nadie», dice, así que tienen claro que se aferrarán a esta casa el tiempo que haga falta. «Si hay que ocupar otra, lo haremos», asegura.

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