Behatokia
Inmigrantes
Los tiempos son malos porque la escasez obtura los razonamientos y convierte el egoísmo en una máxima de conducta, pero es el azar el que nos hace de un tipo y no del otro, de un color y no del otro, de una condición y no de otra
Deia, , 27-10-2011LAS razones por las que las gentes abandonan su tierra pueden ser muy variadas. Y casi siempre dolorosas. Ciertamente, ha habido gentes aventureras que han vivido ocupadas en culminar hazañas, emprender travesías que se presumían imposibles, sometidos a los más terribles riesgos. Para conseguir tales laureles no basta con haber superado las adversidades porque, más allá de la satisfacción interna e intransferible, está el reconocimiento de los demás. Así que ese tipo de emigrantes temporales alcanzan su plenitud cuando vuelven a su tierra, al encuentro de los suyos, a recibir vítores y aplausos. En el mismo grupo caben quienes se van de sus lares para enriquecer unas expectativas que ya eran halagüeñas, pero que pueden serlo más en otras latitudes. Se trata de gentes formadas y ricas en conocimientos, normalmente de clase media, que buscan la superación y ¡cómo no! en muchos casos hacer fértil su cartilla bancaria. Y está la otra inmigración, la de los que han llegado buscando la vida que les estrecha, dificulta o niega la propia tierra en la que, por haber nacido en ella, también les gustaría morir.
Euskadi ha sido tierra de acogida y, como todas las tierras de acogida, área de promisión, de abundancia y de oportunidades. Porque fue tierra de emprendedores, las minas, las fábricas, el comercio y algunas otras actividades favorecieron la llegada de gentes de otros lugares de España; atrajeron gente que siempre estuvo dispuesta a trabajar de sol a sol para luego volver a sus tierras más pobres con un puñado de monedas en el bolsillo.
Euskadi se desarrolló mucho antes que otros lugares del Estado español y lo hizo con la aportación impagable de tantos castellanos, gallegos, extremeños, andaluces y demás, que se vieron obligados a abandonar sus casas, sus familias y los amigos de la infancia. Las callejas de sus poblados, estrechas y flanqueadas por paredes de adobe, se quedaron con el recuerdo y con las huellas de sus pies, pero no con su presencia. Y hay que subrayar la buena acogida que les suministraron la mayoría de los vascos a aquellas gentes, a pesar de que se inventara el término “maketo” para dejar claro que no eran de aquí. Sin embargo, sus hijos y sus nietos ya no son “maketos” porque han nacido aquí.
En poco más de medio siglo, la integración de aquellos inmigrantes ya está consumada. Los barrios en los que se aposentaron, en racimos de casas amontonadas ubicados al borde de los pueblos y ciudades han sido urbanizados, engalanados y dotados de todo tipo de servicios. Los que llegaron, y han trabajado y se han jubilado aquí, ya son devotos de la Virgen de Begoña o de la de Aránzazu, ya son forofos del Athletic de Bilbao y acuden a San Mamés con sus hijos y nietos vestidos de rojiblancos. Están asociados en txokos y sociedades gastronómicas en las que se han aficionado a saborear platos típicos y ya prefieren el bacalao a la vizcaina que las papas a lo pobre o el chorizo a la orza. Entran al txoko, o a la taberna, voceando un “egunon” y se van con un “agur”, que son las dos palabras con las que presumen en verano, en los viajes esporádicos que hacen a sus pueblos de procedencia. Están integrados, como bien lo demuestran siempre que pueden. Ahora les toca a ellos acoger a otros que llegan, a la nueva inmigración.
La nueva inmigración se distingue de la antigua en que vienen de más lejos; en que son más pobres y tienen que atravesar fronteras; en que las vicisitudes que tienen que superar son más arriesgadas; en que no pueden camuflarse entre la muchedumbre porque los semblantes, el color de la piel y los rasgos les delatan; en que son pobres de solemnidad que acuden a un lugar también afectado por la crisis y, por tanto, también afectado por carencias dolorosas. Pero en la mente de los nuevos inmigrantes se agolpan los mismos empeños y anhelos cuando deciden saltar las alambradas, o embarcarse en una barcaza sin calado suficiente para navegar entre olas gigantes y voraces, o acoplarse sobre el eje de las ruedas de un camión que transporta fruta desde África. Los nuevos inmigrantes son como los antiguos porque obedecen a las mismas causas, a las mismas reflexiones y a las mismas reacciones. ¿Por qué han de ser interpretados como un problema, incluso por buena parte de quienes fueron hace años, como ellos ahora, inmigrantes?
De que haya paro no tienen la culpa los inmigrantes. De que los trabajos que surgen estén indebidamente pagados y sean inestables, tampoco. De que el sistema político y económico mundial genere áreas de opulencia desmedida y áreas de extrema miseria, tampoco. De que en los momentos de prosperidad se les haya llamado para ejercer trabajos mal pagados que los de aquí no querían desarrollar, tampoco. De que sean capaces de vivir con poco y no sientan deseos de regresar a su tierra porque igualmente son capaces de vivir con menos de lo que nosotros vivimos, tampoco. Ellos son responsables de sus vidas y sus comportamientos como lo somos nosotros de los nuestros. Por tanto, las barreras que les sujetan no pueden ser otras que las que nos sujetan a nosotros, porque los inmigrantes ni nos roban nuestras ayudas sociales ni se apropian de nuestras viviendas ni ocupan nuestros puestos de trabajo. En la mayoría de los casos han pasado a llenar los huecos que nosotros dejamos para ir a puestos donde la felicidad se mostraba de manera más halagüeña.
¿Cómo podemos abominar a quienes, con tanta intensidad, cuidan a nuestros niños y a nuestros ancianos? ¿Cómo vamos a rechazar a quienes han tenido que subir a los andamios mal pertrechados o bajar a las galerías y a los pozos sin seguridad suficiente para mayor gloria y beneficio de sus patronos? Los tiempos son malos porque la escasez obtura los razonamientos y convierte el egoísmo en una máxima de conducta, pero todos tenemos la obligación de pensar que es el Hombre (el Género Humano) el Rey de la Creación, la Razón de toda existencia. No el negro ni el blanco ni el amarillo. No el africano ni el europeo ni el bengalí. No el listo ni el tonto, ni el moreno ni el rubio. No el debidamente ilustrado ni el analfabeto.
Accedemos a la vida por casualidad. Es el azar el que nos hace de un tipo y no del otro, de un color y no del otro, de una condición y no de otra. Es el azar el que traslada a un congoleño a vender relojes por la Gran Vía de Bilbao, como es el azar el que lleva a un ingeniero bilbaino a diseñar una carretera al Congo, aunque sean diferentes las circunstancias. Obedece a una actitud mezquina y miserable que clasifiquemos a los inmigrantes en buenos o malos, admisibles o rechazables, según su autosuficiencia económica. Piensen en ello.
Para que les ayude a reflexionar les dejo con algunas frases del poema “No me llames extranjero”, de Rafael Amor: “No me llames extranjero, ni pienses de donde vengo/ mejor saber donde vamos, adonde nos lleva el tiempo./ No me llames extranjero, porque tu pan y tu fuego/ claman mi hambre y mi frío, y me cobija tu techo./ No me llames extranjero, tu trigo es como mi trigo/ Tu mano como la mía, tu fuego como mi fuego/ Y el hambre no avisa nunca, vive cambiando de dueño./ No me llames extranjero, mira tu niño y el mío/ como corren de la mano hasta el final del sendero./ No me llames extranjero, mírame bien a los ojos/ mucho más allá del odio, del egoísmo y el miedo/ y verás que soy un hombre, no puedo ser extranjero”.
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