Gran Bretaña, amargura y rabia
Los disturbios tienen que ver con la fuerza y la catarsis. Aquellos a los que nunca nadie ha mostrado respeto se amotinan porque piensan que tienen pocos motivos para mostrar respeto por otros
Diario Vasco, , 19-08-2011Gran Bretaña, o más concretamente Inglaterra, días después de los disturbios iniciados en Tottenham y continuados en Birmingham, Bristol, Liverpool, Manchester, Nottingham y, sobre todo, Londres, ya no será la misma, como tampoco lo fue tras los que tuvieron lugar en los años 80 del pasado siglo en áreas geográficas similares a las señaladas. ¿Cuáles son las causas de los mismos? ¿Y las consecuencias? ¿Predomina el tema racial y étnico sobre el económico? ¿Es una simple cuestión de orden público como señalan insistentemente las autoridades? ¿El fenómeno de la inmigración es parte del problema? ¿O quizás sea una cuestión de desigualdad social? Considerando que la suma da una explicación más completa al germen de los sucesos, es interesante destacar que sobre todas ellas emerge una razón, la pobreza y la desigualdad de gran parte de la sociedad británica que contempla la inmoralidad del enriquecimiento de muchos de sus conciudadanos, la inoperancia de su clase política y la voracidad de sus poderes económicos.
Al igual que hace 30 años, los disturbios surgieron en un contexto económico de recortes, de desmantelamiento del Estado del Bienestar, de pobreza y desempleo. Al igual que entonces, son una manifestación de amargura, frustración y rabia ante la falta de futuro. Al igual que en aquellos años, emanan de la creciente e imparable desigualdad de la sociedad británica. Al igual que en aquella época, no son actos criminales o de violencia gratuita, aunque existan los saqueadores y los que se aprovechan de la situación. La Gran Bretaña de 2011 es muchos menos igualitaria que la de la década de los 30 del siglo XX, es el séptimo país donde más ha crecido la desigualdad desde entonces (informe de la OCDE del 2011) y su capital es la ciudad con más desigualdad del mundo desarrollado. Los recortes de más de 90.000 millones de euros del Gobierno de David Cameron, imprescindibles en el desbarajuste económico actual, incrementarán el desempleo, devastarán comunidades enteras y eliminarán gran parte de los servicios sociales del país. Contrasta este panorama con el incremento de las grandes fortunas en más de 70.000 millones de euros.
De todo ello se deduce que la violencia de días pasados no es política, ni siquiera prepolítica, sino que es producto de un sentimiento de abandono y de indiferencia de los que ostentan el poder político sobre sus ciudadanos y de la impotencia de no poder cambiar las directrices políticas. Los orígenes del resentimiento, o lo que es lo mismo la desigualdad y la cultura del consumismo que genera necesidades pero dificulta la manera de satisfacerlas, no están siendo atacados. La negación a redistribuir la riqueza, el deseo de reprimir la protesta y la despolitización están destinados a perder la guerra. Sobre todo si a ellas se suman la ostentación, la corrupción y la impunidad de gran parte de las élites dirigentes y de los poderes establecidos.
El capitalismo global murió, de hecho, en septiembre de 2008. Desde entonces, el sistema parece vivo, pero sólo se mantiene así de forma artificial. Cuando los elementos que lo integran se descontrolan, como es el caso, generando pequeños colapsos financieros y atacando partes del propio sistema, la pervivencia parece una utopía. Cuando los ciudadanos, tildados de bárbaros, delincuentes y antisistema utilizan los mismos valores de los facinerosos encorbatados, los únicos valores que cuentan y que se enseñan. Cuando los citados ciudadanos contemplan cómo el sistema les cierra todas las puertas a la par que otros se enriquecen de manera obscena en un mundo en el que tener dinero es lo único que cuenta, pero en el que sólo unos pocos pueden conseguirlo. Cuando los desheredados observan cómo los que controlan la economía y el mundo son mafiosos sin escrúpulos. Cuando un día sí y otro también absuelven a políticos corruptos que incluso se jactan de la impunidad de que disfrutan. Cuando ninguno de ellos paga por sus fechorías.
¿Con qué derecho se les exige a los ciudadanos que cumplan sus obligaciones cívicas respectos a la sociedad en la que viven? ¿Por qué van a cuidarla cuando ella no les ampara y los considera poco más que despojos sociales? Y no olvidemos que los disturbios británicos, y otros muchos que vendrán, tienen también mucho que ver con la fuerza y con la catarsis. Aquellos a los que nunca nadie ha mostrado respeto se amotinan porque piensan que tienen pocos motivos para mostrar respeto por otros, y esto se propaga como el fuego avivado por gasolina. Después de 30 años de creciente desigualdad, creían que, en medio de una recesión, podían eliminar las últimas pequeñas cosas que daban un poco de esperanza a los ciudadanos: las prestaciones, los puestos de trabajo, la posibilidad de estudiar, las estructuras de apoyo, y que no pasaría nada. La equivocación es patente y las consecuencias también.
El mundo actual, los Estados, los poderes políticos y económicos, si quieren evitar que lo que ya está ocurriendo se generalice, tienen que afrontar los problemas estructurales que han propiciado y eternizan la crisis económica y sus funestas consecuencias. Sin cambiar las políticas las economías no se recuperan y sin frenar a los especuladores cualquier medida va a provocar males mayores de los que se supone quiere evitar. La única solución para la desesperación que han generado los disturbios en Gran Bretaña es un tipo de sociedad diferente, donde siempre se prioricen las necesidades de la gran mayoría de los ciudadanos sobre las de la minoría. Todo lo que no sea caminar en este sentido dará lugar a más convulsiones sociales.
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