Una tragedia cosida a la memoria de NY

Hoy se cumple un siglo del incendio que arrasó una fábrica de camisas en Manhattan y en el que, por falta de medidas de seguridad, murieron 146 inmigrantes italianas y judías

El Correo, SERGIO GARCÍA, 25-03-2011

Las trabajadoras del noveno piso estaban encerradas bajo llave y la escalera de incendios, oxidada, no aguantó el peso
Esta es una historia que parece sacada de una novela de Dickens y que, sin embargo, sigue extraordinariamente vigente, aunque sus protagonistas lleguen ahora en oleadas desde el Sudeste asiático, las aldeas arrasadas por la guerra del coltán en Congo o el altiplano boliviano. También cambia ese escenario de película que es Manhattan por un sórdido taller de Hamburgo, Barcelona o, quién sabe, quizá ese sótano a cien metros de casa, siempre con la persiana echada, donde un día que usted madrugó más de la cuenta vio a un grupo de vietnamitas que no parecían turistas.
El 25 de marzo de 1911, apenas una semana después de que se celebrara por primera vez el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, un incendio sacudió las conciencias de la sociedad norteamericana. 146 personas, en su mayoría inmigrantes italianas y judías, perdían la vida en una fábrica de camisas de Nueva York. El país se recuperaba a gran velocidad del pánico que estremeció la Bolsa en 1907 y la mano de obra barata entraba a raudales por Ellis Island. No era la primera avalancha de inmigrantes que recibía la ciudad de Nueva York, pero sí la más numerosa. Los judíos huían de los pogromos que se sucedían en Europa del Este y los italianos buscaban ese paraíso donde, habían oído, las calles estaban pavimentadas de oro. Nada nuevo bajo el sol; antes habían sido los alemanes y los irlandeses, y luego les llegaría el turno a los hispanos.
El caso es que, si eras ambicioso y no tenías miedo al trabajo, en Nueva York había oportunidades; solo tenías que encontrarlas y no dejarlas escapar. Una de ellas estaba en la calle Greene, a un paso de donde muere la Quinta Avenida. El edificio Asch tenía diez plantas y las tres últimas albergaban la fábrica de camisas Triangle. No era mal sitio, a pesar de los horarios infames y de que las costureras trabajaban casi a ciegas. Las familias que lograban colocar allí a una hija tenían asegurado un sueldo que, aunque modesto, permitía alimentar el sueño americano. Además, los obreros habían conseguido dos años atrás mejores salarios y horarios, a costa, eso sí, de que les reprocharan que empezaban a parecerse a esos socialistas que alborotaban en Rusia y que solo querían tumbar la propiedad privada y el sagrado derecho que todo hombre tiene a enriquecerse.
Catherine Maltese no había cumplido los 40 y trabajaba de costurera en la fábrica, lo mismo que sus hijas Lucía y Rosaria, de 20 y 14. Habían llegado a América cuatro años atrás, igual que otro chaval de nombre Salvatore Lucania, con el tiempo más conocido como Lucky Luciano, que se ganaba las perras de trilero hasta que descubrió que la sed de la gente era una mina de oro. El caso es que el 25 de marzo era sábado y las mujeres trataban de quitarse los pedidos de encima con las prisas propias de quien tiene a un novio esperándola en la esquina y el desafío de enfriar su calentura a base de ‘gelatti’ y bailes sin apreturas. Ese día, la jornada laboral era de nueve de la mañana a cinco menos cuarto, un lujo si se comparaba con las catorce horas que llegaban a meter entre semana.
Escándalo judicial
El enorme galeón era como una torre de babel; muchas de las operarias aún no sabían una palabra de inglés y el vocerío se propagaba en yiddish y en italiano. Era el sabbat judío, pero corrían tiempos duros y Harris y Blank, los dueños de la fábrica, habían dejado claro que no era momento de anteponer la devoción a la obligación. Brodsky, Stiglitz, Rosenthal, Cohen… Había también algún Cooper que no engañaba a nadie, porque su portadora era una adolescente de 16 años recién llegada de Rusia.
Nadie sabe cómo se desataron las llamas, pero no tardaron en extenderse desde la octava planta hasta la última. La peor parte se la llevaron las trabajadoras del noveno piso que, según quedó demostrado después por el testimonio de supervivientes como Ana Pidone, Max Hochfield o Sylvia Kimeldorf, estaban encerradas bajo llave. La falta de seguridad no tardó en quedar de manifiesto. La tropa se había dirigido a la escalera de incendios, pero estaba oxidada y se derrumbó bajo el peso de quienes buscaban una salida. El suelo estaba empapado de aceite, había balas de algodón por todas partes, cajas desperdigadas que obstaculizaban la puerta, lo mismo que los bancos corridos donde se afanaban las costureras. El inventario del drama incluía hasta barriles de petróleo.
A los bomberos les sirvió de bien poco haber acudido en un tiempo récord. Las escaleras llegaban solo hasta la sexta planta y, aunque las bocas de incendio funcionaban, su efectividad era limitada a tanta distancia del suelo. El drama alcanzó su máxima expresión cuando las empleadas, atrapadas por la barrera de llamas y humo, se asomaban a las ventanas tratando de escapar del abrasador calor, para lanzarse luego al vacío ante la horrorizada mirada de la muchedumbre que se agolpaba en la calle. Ni siquiera las redes que tendieron los equipos de emergencia pudieron impedir que los cuerpos de decenas de ellas se estrellaran contra el suelo.
Cuando los bomberos accedieron al edificio hallaron montones de cadáveres apiñados junto a las puertas. Entre ellos, irreconocibles por las llamas, estaban los de Catherine Maltese y sus hijas. El recuento arrojó un total de 146 víctimas, la mayoría mujeres, y cuando días más tarde se oficiaron los funerales, una marea humana de cien mil personas recorrió la ciudad que nunca duerme, deseosa de despertar de aquella pesadilla. La del Triangle fue la mayor tragedia a la que se enfrentó Nueva York hasta el atentado terrorista del 11-S y el edificio fue declarado Monumento Nacional. Hasta se compusieron canciones en memoria de los fallecidos; de haber habido cines, la historia habría arrasado.
Cuando años más tarde se resolvió la causa contra Harris y Blank y el juez los declaró inocentes, se desató un escándalo. Y esta vez no solo entre la población inmigrante, harta de levantarse cada día con la certeza de que en sus miserables vidas no había un día mejor que el anterior. El episodio catapultó a los movimientos obreros y sirvió para que mejorasen las condiciones de trabajo. Aunque seguro que hay millones de personas que, cien años más tarde, apenas lo han notado.

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)