VIOLENCIA CONTRA LOS EMIGRANTES El sur de México es una trampa mortal para los pobres que van hacia EE.UU
Navidad en la frontera de la impunidad
La Vanguardia, , 27-12-2010ELISABET SABARTÉS – Ixtepec (Oaxaca). Servicio especial
SOLO ANTE EL PELIGRO “Nunca había estado tan cerca de la muerte”, admite el padre Solalinde
EN EL TECHO DE ‘LA BESTIA’ Los emigrantes viajan en el tren de carga que cruza México en dirección norte
Recemos para que Los Zetas, los maras y los policías corruptos dejen de verles a ustedes como una mercancía", dice el padre Solalinde a los pocos emigrantes que escuchan su sermón de misa del Gallo en Ixtepec. “Pidámosle a Jesús – continúa-que las corporaciones policiales, el Instituto Nacional de Migración y los altos funcionarios ya no actúen en el pecado o la omisión ante operativos de secuestro de emigrantes como el que se organizó desde aquí y dejó a 40 o 50 hermanos en la oscuridad”.
Ixtepec es una pequeña ciudad sin ley, de apenas 23.000 habitantes, que condensa la dimensión más cruel y aterradora de la impunidad en México. Feudo del crimen organizado, nudo de mafias que se buscan y se encuentran donde el Estado y sus instituciones se cortocircuitan. En este lugar, a poco más de 300 kilómetros de la frontera con Guatemala, también se cruzan los caminos de los emigrantes irregulares que llegan por miles desde América Central y del Sur en su tránsito hacia Estados Unidos.
Esta Nochebuena son poco más de cincuenta los que bajo la uralita de la capilla sin muros escuchan los dardos del sermón del padre Alejandro Solalinde, fundador del refugio que les da techo, ropa, comida, atención médica y, sobre todo, un espacio a salvo de las bandas que amenazan su vida sin tregua.
La concurrencia es rala porque hay miedo. Más que de costumbre. En la puerta del albergue, seis policías municipales armados con fusiles de asalto están de guardia desde hace ocho días, cuando Solalinde denunció el secuestro de varias decenas de centroamericanos que viajaban, como de costumbre, en el techo de La Bestia,el tren de carga en el que cruzan de sura norte el territorio mexicano y que a su paso por Ixtepec hace cimbrar las pobres construcciones de ladrillo gris del albergue.
Según el testimonio de los pocos hombres que lograron escapar, unos quince sujetos enmascarados, con machetes y armas de fuego, detuvieron la locomotora y se llevaron al grupo de indocumentados que hasta el momento siguen en paradero desconocido. La denuncia del sacerdote, que se precia de contar con una red de informantes “tan buena como la de los delincuentes”, disparó todas las alarmas y puso en guardia a los gobiernos de El Salvador, Honduras y Guatemala, que en un inédito comunicado conjunto de protesta pidieron el esclarecimiento inmediato del caso: sólo habían pasado cuatro meses desde el hallazgo en el estado de Tamaulipas de una fosa con los cadáveres de 72 ciudadanos de Centro y Sudamérica capturados en otra acción criminal. Nada inusual fue, sin embargo, la reacción a la defensiva de las autoridades mexicanas, que primero negaron tener evidencias del hecho y luego admitieron estar investigándolo.
Tampoco fue nueva la carga de amenazas contra Solalinde, a quien el Gobierno ha dejado prácticamente solo. “Es cierto que nunca había estado tan cerca de la muerte como ahora, pero la intimidación no es nueva. Han intentado lincharme, quemar el refugio; me han dicho que me iban a meter una bala en la frente, que me iban a mandar al hospital. Ellos están acostumbrados a paralizar a la gente con el miedo, pero yo no tengo miedo”, asegura este capellán de 65 años y casi tres décadas de trabajo pastoral en el estado de Oaxaca, que ha asumido el peso de la denuncia de una trama negra en la que actúan conjuntamente el cártel de Los Zetas, las maras (pandillas asesinas) de Centroamérica y las corporaciones policiales locales.
Los que sí están aterrados son Fidel, de 23 años, su mujer, Sandy, de 18, embarazada de tres meses, y su hijito Marcos, de dos años, que está recuperándose de un cuadro severo de deshidratación. Llegaron de Guatemala, “huyendo de la miseria, la extorsión y la violencia de Los Zetas y aquí nos encontramos con que matan y secuestran. No sé qué vamos a hacer”, dice él con la voz quebrada. Los demás escuchan en silencio.
La tensión no cede ni con las últimas palabras de la homilía: “Ni Obama ni Salma Hayek están generando tanta atención en los medios como ustedes los emigrantes”, dice Solalinde, que pide de nuevo a la concurrencia sentada en las sillas de plástico donación de la Acnur (la agencia de la ONU para los refugiados) “salvar el miedo y denunciar; porque explicar los hechos representa, igual que Jesús, la luz”.
“Campana sobre campaaana y sobre campana uuna…”, canta la parroquia, pese a que Belén queda tan lejos como el sueño americano para estos hombres, mujeres y niños que se dan la paz, tratando de no pensar en lo larga y peligrosa que puede ser la noche. “Desde hace cinco años, cuando abrimos el albergue, nunca tuvimos una Navidad normal. Las hemos pasado todas dando de comer a los emigrantes en las vías o en el ministerio público poniendo denuncias contra policías que se dedican a extorsionarles”, explica Armando Vilchis, empresario que colabora con Solalinde desde hace más de una década.
Los petardos no dejan de estallar en las casas vecinas, pero aquí recuerdan demasiado al sonido de las balas. La música tropical arranca en un altavoz cercano y Celia Cruz aconseja desde el más allá: “No hay que llorar, que la vida es un carnaval…”. En el comedor aparecen los pasteles, el vino y los refrescos. Los niños emigrantes tratan de romper a garrotazos las piñatas de colores rellenas de dulces y sorpresas. Al final, es William, un salvadoreño que perdió dos dedos de la mano en las vías, quien reparte suerte. “Dale, dale, dale, no pierdas el tino…”; cantan las mujeres. Y justo cuando la angustia afloja, la triste realidad aparece vestida de uniforme azul o de paisano con esposas colgadas al cinto. Los temidos policías judiciales y agentes municipales aparecen en el albergue, pasada la medianoche, buscando a un salvadoreño acusado de asesinato. Tras peinar el lugar, desaparecen.
“Todo el mundo a dormir y que esta noche nadie salga a la calle”, ordena el padre Solalinde, con una sonrisa. “Esta vez sí hemos tenido una buena Navidad”.
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