Religión en el espacio público
El Correo, , 06-11-2010En la segunda parte de su pontificado, el Papa Benedicto XVI emprende una visita relámpago a Santiago de Compostela y a Barcelona. Es su segundo viaje como obispo de Roma a nuestro país y es también el preludio de otro encuentro con el Papa, de más envergadura, que acontecerá el próximo verano, con motivo de la celebración en Madrid de la XXIV Jornada Mundial de la Juventud.
Más numerosas que en otras ocasiones, se han levantado voces exasperadas para oponerse a la llegada del sucesor de San Pedro a España. Desde luego, continúan siendo reprobaciones minoritarias pero que han obtenido eco durante las pasadas semanas en los medios. Esta vez, la tradicional cofinanciación de la visita por parte de los poderes públicos, juzgada como injustificable – según dicen – en la crisis económica que ahora estamos atravesando, ha servido de pretexto para las críticas vertidas.
Quienes así se han posicionado ningunean el lógico interés social que todo viaje papal despierta, no sólo en el país de destino, sino incluso a nivel internacional. Llegan a ignorar que el Papa es el jefe de Estado de un país extranjero; con el que las autoridades gubernamentales están obligadas y con el que España consolidó relaciones bilaterales hace nada menos que cinco siglos. Infravaloran que, aún hoy, la amplia mayoría de la sociedad – que por supuesto cumple también con sus obligaciones tributarias – se sigue declarando católica; aunque sus niveles de intensidad, práctica religiosa e identificación eclesial sean asimétricos. Y, por supuesto, minimizan la notoriedad y la proyección pública que, fuera de nuestras fronteras, los lugares visitados por el Papa pueden llegar alcanzar; a la vez que tampoco calculan los ingresos cuantiosos que reciben de quienes acuden al encuentro del pontífice desde multitud de puntos geográficos.
Como vemos, hay motivos – desde prismas sobradamente variados – para que los poderes públicos y la sociedad civil respalden la visita de Benedicto XVI a España. Porque, tras desenmascarar hipocresías, a nadie se le escapa que la cuestión de fondo y la auténtica pretensión de estos grupos anticlericales y laicistas, y que naturalmente encuentran resonancias en la izquierda política y cultural española, no es, desde luego, ahorrar y optimizar el erario, sino más bien restringir lo máximo posible, y a toda costa, la legítima presencia de la religión (y en concreto de la Iglesia católica) en la esfera pública.
En definitiva, aclarar el lugar y el valor que ha de corresponder a la religión en la sociedad civil continúa representando una asignatura pendiente, tanto en España como en el resto Europa, que es exigible resolver sin dilación alguna.
En la actualidad nuestro continente asiste a un declive definitivo de las formas tradicionales e institucionales de religiosidad, mientras que el crecimiento escalonado de la increencia o de la indiferencia ante el hecho religioso sigue imparable. De manera paralela, Europa es testigo de la irrupción de minorías religiosas e inmigrantes (como el Islam), cuyo proceso de integración social es una carrera de obstáculos, y desde las que va germinando un pluralismo de confesiones nunca conocido hasta ahora y con el que se ejemplariza el carácter multicultural de la sociedad del siglo XXI. Y junto a todo ello, no deja de ser recurrente la búsqueda de respuestas trascendentales en planteamientos exóticos y postmodernistas, al estilo por ejemplo del ‘new age’; pero con resultados casi siempre huecos e infructuosos.
Ante tal diversidad de fenómenos no puede, lógicamente, regularse la dimensión social de la religión desde los mismos criterios de hace veinte o treinta años, aunque los grandes ‘dogmas’, como la libertad de culto, la separación de la Iglesia y el Estado o la aconfesionalidad de la nación, estén obligados a permanecer inmutables. Y son tan anacrónico el laicismo y el anticlericalismo que salpican la vida sociopolítica española como el ya olvidado confesionalismo y clericalismo.
No deja de resultar singular que el debate acerca de la presencia pública de la religión se viva con mayor crispación en España que en el resto de Europa, ya que nuestro país dista mucho de la pluralidad de cultos que distingue, por ejemplo, a Francia, Alemania o Gran Bretaña y, como consecuencia, de momento apenas ha sido escenario de los difíciles retos de integración de las minorías religiosas.
Precisamente durante su último viaje internacional, y en el incomparable Westminster Hall de Londres, sede del Parlamento inglés y también lugar en el que santo Tomás Moro fue condenado a muerte por mantenerse fiel a sus convicciones como católico, Benedicto XVI pronunció un discurso histórico, unánimemente aplaudido, sobre el rol de la religión en la sociedad actual. Fiel a su lenguaje intelectual y bajo la premisa de que «la religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional», subrayó la función de las creencias religiosas a la hora de «ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de los principios morales objetivos». El empleo de la razón sin criterios éticos ha justificado, recordó oportunamente, los sistemas políticos totalitarios e incluso el esclavismo. «Si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se presenta evidentemente frágil», advirtió el Papa en el templo de las democracias occidentales.
Por consiguiente, la visibilidad y el desenvolvimiento sin trabas de las instituciones religiosas en la vida civil, sean mayoritarias o minoritarias, no deben sólo interpretarse como un ejercicio de libertad que los poderes públicos tienen el deber de garantizar. Análogamente, ofrecen también una oportunidad de calibre a la cultura laica para apropiarse de fundamentos morales necesarios que la encaminen hacia la justicia, el desarrollo humano y el bien común.
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