«Vino un hombre con un cuchillo y tuve que huir»

El Correo, DAVID GONZÁLEZ, 06-11-2010

Comienza a hacer un frío de mil demonios en Portal de Arriaga. Pasan unos minutos de la medianoche y el termómetro marca cinco grados. La ausencia de edificios cercanos provoca, sin embargo, que la sensación térmica sea más baja. Pese a ello, varias jóvenes se apostan en las rotondas y cruces cercanos. Su zona de ‘trabajo’ comprende desde los chalés de Ibaiondo hasta la calle La Peña, en el corazón del polígono industrial de Gamarra.

Son prostitutas de la calle, el último eslabón de esta escabrosa cadena. Compañeras de la chica presuntamente violada el pasado 24 de octubre por tres hombres de nacionalidad marroquí. Durante la elaboración de este reportaje, los dos periodistas desplazados contabilizaron quince profesionales del sexo. Todas extranjeras. De Nigeria, Sierra Leona, Rumanía…

La mayoría conoce el caso, destapado ayer por este periódico, y que ha generado alarma social por la decisión de la jueza de guardia de dejar en libertad con cargos a los sospechosos, capturados por la Policía Local el pasado día 1, hasta que la víctima ratifique su versión. La joven permanece en paradero desconocido tras huir de la ciudad «por miedo» a represalias. Agentes de la Guardia urbana tratan de localizarla y convencerla para que retorne y el proceso judicial se enderece.

«Sabemos qué ha pasado. Es muy fuerte, ¿pero qué vamos a hacer? No hablo casi tu idioma, con esto gano dinero, no tengo opción», comparte en un más que aceptable inglés una de las meretrices, de origen nigeriano. Las centroafricanas, de hecho, se expresan bastante mejor en ese idioma que en castellano.

Junto a la estación de servicio de Portal de Arriaga con Artapadura, tres mujeres esperan clientes. Como el resto desconfían de entrada del extraño que las aborda. Una de ellas apenas tendrá veinte años, aunque su mirada endurecida sugiere una vida complicada. «¿Que si tenemos miedo? Yo no. El último sábado vino un hombre. Se cubría la cara con un pañuelo y llevaba un cuchillo. Iba hacia mí. Empecé a gritar para avisar a las otras chicas y salí corriendo. Escribe eso, escribe, no tengo miedo de contarlo. Me da igual qué me pase», detalla mientras sus compañeras asienten algo asustadas.

Anotar la matrícula

La joven asegura que ningún chulo las controla. Sí parecen estar muy bien organizadas. Una mano en alto para detener a los escasos coches que pasan; la otra, metida en el bolso, aferrada al teléfono móvil. Cada vez que entran a un vehículo memorizan la matrícula. La prostituta más cercana también anota los números. «Por si acaso», explica una de las chicas en la Avenida del Zadorra.

Mudas cuando se les cuestiona sobre su nombre real, vida anterior o domicilio actual, sí se relajan a la hora de compartir sus vicisitudes en la vía urbana. Otra de las prostitutas espera en la calle Aguirrelanda, a menos de trescientos metros de la comisaría de la Policía Local. «Hay clientes muy buenos y otros que son unos cabrones. Me han dado golpes muchas veces», narra. Se le enciende la cara según habla y recuerda.

- ¿Quién te ha hecho daño?

- Españoles, moros, ecuatorianos…

Y todo por ganar unos treinta euros por cada servicio. La mayoría de las ocasiones, menos. «Maldita crisis. Vienen menos hombres y ahora te regatean. No quieren pagar lo que pedimos», desliza otra de las chicas, también de origen centroafricano. Un ‘francés’ (felación) se puede lograr «por diez euros». El completo, por veinte.

Mientras relata las tarifas con desgana, en un coche cercano, las lunas tintadas por el vaho apuntan qué ocurre dentro. Acaba el traqueteo. Una joven de color sale y el conductor pisa el acelerador al percatarse de la presencia de dos ‘extraños’, uno de ellos con cámara fotográfica. «Si vienen dos en el coche como habéis hecho vosotros, grito y salgo corriendo. No me arriesgo, siempre miro a los ojos, para saber si es de fiar o no», advierte.

El goteo de clientela, no obstante, resulta constante. Las chicas entablan conversación, fijan precio y suben al coche. Saben que se la juegan. «Pero no nos queda otra opción». Así cada noche.

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