El caballo racista

La Verdad, MANUEL MARÍA MESEGUER, 23-09-2010

:: JESÚS FERRERO

Hace años escribí la historia de un alazán de porte soberbio cuyo único punto débil era su espanto ante los campamentos de gitanos que festoneaban las bacheadas carreteras de los años cincuenta del sureste español. Su hermosa estampa de largas y cepilladas crines no le bastó para el indulto, pero su trote alegre, algo sobrado y chulesco, no lo han podido olvidar los sesentones de aquellas pedanías por las que correteaba el caballo.

La única misión del rojizo, fuera de retozar por los ejidos, consistía en arrastrar un extraño cabriolé que llamaban mallorquín, de chapa roja, guardabarros negros, llantas y neumáticos de automóvil y freno de pie frente al pescante de tres plazas, con dos trasportines atrás, a los que se accedía por la portezuela trasera. Era un carricoche bastante pintoresco, un automóvil de un solo caballo a sangre, y su contraste de colores y lo menguado de su carrocería cuando llevaba la capota abatida prestaban a los viajeros una desnudez obscena.

Elegante, brioso y complacido de su hermosura, el alazán aguardaba con impaciencia la llegada de la mañana del domingo tras la misa de diez del pueblo para trasladar al cura a la capilla de la finca donde oficiaba su segunda o tercera misa. Ocurría que junto a tantas virtudes, el alazán tenía un único y grave defecto que sin embargo todos jaleaban: bastaba con que a un kilómetro o dos oliera la presencia de un campamento de gitanos de los muchos que en aquellos años salpicaban las cunetas de las carreteras comarcales para que sus cortas orejas se tensaran, el resoplido se alterara y el paso se trastocara hasta el instante del encuentro con los acampados, momento en el que sólo la autoridad del conductor y el chasquido del látigo permitían una salida provechosa, aunque degradante.

Cuando un domingo arrojó al cura del cabriolé como epílogo a una sucesión encabritada de caracoleos y recules, y el mismo verano lanzó a una acequia a tres hijos del dueño tras sucesivos encuentros con los campamentos de gitanos, su suerte estuvo echada: reacio a las faenas del campo, inútil como montura por ausencia de caballeros y peligroso como alternativa a los Citroen y los Seiscientos, terminó sacrificado en una finca de secano por la bravura de cimarrón que le desarrolló el secadal.

Eran tiempos en que los gitanos constituían la única etnia que recibía los mordiscos del racismo español en sus carnes. La Europa acomodada comenzó a necesitar emigrantes. Españoles, primero; argelinos, turcos, hindúes, marroquíes o subsaharianos, después, fueron esparciéndose por los países ricos hasta recalar mucho después en la España emigrante, necesitada ahora de mano de obra foránea. La llegada de latinoamericanos y de europeos del Este completó el panorama de una España multirracial impensable unas décadas antes. El virus xenófobo ya no tuvo como objetivo exclusivo a los gitanos, sino que se diversificó, aflojando la presión sobre el pueblo del cante y los campamentos. Hasta que un presidente francés en horas bajas de popularidad ha resucitado al gitano como enemigo de occidente en una pirueta que según las encuestas proporciona votos a quienes tengan el cuajo de ejecutarla. También puede pasarles factura, como a aquel alazán brioso al que aplaudieron por sus desplantes para después desterrarlo tan pronto se convirtió él mismo en un peligro. Pero discúlpenme símil tan intolerable: Sarkozy no es ni de lejos tan guapo como aquel soberbio corcel de crines sedosas.

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