El reto de la inmigración | Un colectivo discriminado

«Aquí nos tratan peor»

Los gitanos rumanos denuncian el racismo y la marginación que sufren en su país. La pobreza y la droga reinan en Ferentari, un barrio de Bucarest donde son amplia mayoría.

El Periodico, KIN AMOR / Bucarest / Enviado especial, 19-09-2010

Junto a la puerta de entrada de un edificio del barrio de Ferentari hay una fotografía de un joven que acaba de morir. La frase «nunca te olvidaremos» aparece sobre la imagen, ampliada a tamaño folio. «Murió de una sobredosis. Tenía 23 años», dice Mihai, vecino del inmueble. Las drogas, la pobreza y la marginación conviven en este barrio, situado no lejos del centro histórico de Bucarest, en el que viven unas 120.000 personas, la gran mayoría de etnia gitana. «Es muy difícil vivir aquí. No hay trabajo, ni futuro. Los rom [gitanos] no somos bien vistos en nuestro propio país y nos sentimos discriminados», se lamenta Mihai,un padre de familia de 50 años de edad.

Ferentari data del régimen comunista. Tras la caída del dictador Nicolae Ceaucescu, en 1989, los edificios, construidos con materiales muy pobres, fueron ocupados por los gitanos. Sorprende el gran número de antenas parabólicas que cuelgan de las fachadas, las montañas de basura que hay en las esquinas – a modo de vertederos improvisados – y las manadas de perros que pululan por las calles amplias y polvorientas. De vez en cuando se ven letreros que indican la casa de alguna vecina que lee las manos y las cartas.

Son 15 y no trabaja nadie

Estos días, los vecinos disfrutan en la calle de los últimos coletazos del verano. Pronto llegará el crudo invierno y buscarán refugio en los diminutos pisos donde viven apiñados. La mayoría son de habitación única y de unos 15 m2. Mihai tiene más suerte. El suyo es tres veces más grande, aunque son 15 a compartir el espacio, 11 de ellos adultos. Nadie en la casa tiene trabajo y el único ingreso es la pensión por invalidez de 320 leis (unos 80 euros) que cobra al mes Mariana, la mujer de Mihai. Una minucia. En este país, el segundo más pobre de la UE, los precios no distan mucho de los españoles.

«Si es dificil encontrar empleo, lo es mucho más para un rom», explica Nico, de 31 años, hijo de la pareja. «Mi aspecto físico, sobre todo mi piel oscura, me delata y nadie quiere darme trabajo. El último que tuve fue de panadero, pero mi jefa me trataba muy mal – dice en el salón dormitorio de la vivienda – . Los payos de mi país no pueden entender que no todos los de nuestra comunidad somos ladrones o mala gente. Los hay, y muchos, que queremos trabajar y progresar». Nico se queja del racismo que hay en Rumanía hacia la comunidad romaní: «Para ellos, todo lo malo que pasa es culpa nuestra».

De la misma opinión es Gina, una rom de 35 años de piel clara y pelo rubio, que toma café con unos amigos bajo un frondoso árbol en plena calle. «Aquí los payos nos tratan peor que en otros paises europeos». Sabe de lo que habla. Ha vivido 11 años en l’Hospitalet, «en el barrio de Santa Eulàlia», y hace un par de meses regresó a Rumanía para quedarse. Dice que «nunca» se sintió «discriminada» en Catalunya, donde trabajó como guarda jurado y en la limpieza de un centro educativo.

«No solo roban los rom, también los no gitanos rumanos», se queja. Cuando se le pregunta por las expulsiones en Francia, se muestra comprensiva y crítica a la vez con la decisión de París. «Es normal que los echen del país, porque hay muchos que roban y hacen cosas ilegales, pero creo que solo deberían expulsar a los que delinquen. En todo caso, estoy segura de que volverán otra vez a Francia», añade con una sonrisa.

Falta de intimidad

A Paul, otro vecino del barrio, le gustaría irse de Rumanía para buscarse la vida, porque apenas tiene para subsistir. Es de los que viven en un piso de una sola habitación, junto a su mujer, que es diabética, dos hijos, su nuera y dos nietos. Además, el cuchitril pertenece a un payo que le cobra 280 leis (unos 70 euros) al mes de alquiler. «Ya me ha dicho que si no le pago nos echa», se lamenta. Es dificil imaginarse cómo pueden dormir todos juntos en ese espacio tan reducido, por no hablar de la falta de intimidad.

Pese a lo diminuto del lugar, en la sala hay un gran televisor. El resto de los muebles son un armario y dos camas de matrimonio. La escalera está llena de porquería, y el oscuro pasillo que lleva a los pisos desprende un fuerte hedor. La mujer de Paul se queja de las «enormes ratas que corretean por ahí».

Fuera, en la calle, dos tipos limpian un BMW negro. Paul dice que se trata de «gente que ha ganado mucho dinero en Europa», pero alguien a su lado susurra que «eso viene de la droga». En todo caso, es fácil toparse en las calles con jeringuillas usadas. En medio de un basural un hombre acaba de inyectarse una dosis de heroína. Es difícil precisar su edad, pero seguro que es mucho más joven de lo que aparenta, como el vecino de Mihai.

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