reportaje

Los niños atrapados de la emigración

La Voz de Galicia, Tatiana López | Corresponsal, 25-07-2010

Unos 65.000 jóvenes, perfectamente integrados en la vida estadounidense, descubren que pueden ser deportados por ser hijos de inmigrantes sin papeles

Unos 65.000 jóvenes, perfectamente integrados en la vida estadounidense, descubren que pueden ser deportados por ser hijos de inmigrantes sin papeles

No nacieron en EE.?UU. pero tampoco conocen otra patria. Muchos de ellos ni siquiera supieron que eran ciudadanos indocumentados hasta después de cumplir la mayoría de edad. Son los llamados estadounidenses sin pasaporte: jóvenes de todas las edades, criados y educados en territorio norteamericano, que viven con el miedo a ser deportados a países que ya no recuerdan y que luchan por desafiar a un sistema del que siempre se sintieron parte.

«No tener papeles te va a cambiar la vida». Carlos Roa, estadounidense de corazón, pero venezolano en todos los registros, recuerda bien el día que su padre le dijo esa frase. Tenía 16 anos y hasta ese mismo momento nunca se había sentido diferente a sus compañeros de clase. «El problema llegó cuando quise sacar el carné de conducir. Empezaron a pedirme documentos y mis padres nunca los encontraban, hasta que al final me dijeron la verdad».

La verdad que le contaron, que su familia había cruzado ilegalmente la frontera cuando él tenía apenas 2 años, era mucho peor que la mentira que había estado viviendo. «Me dí cuenta de que, hiciese lo que hiciese, estaba destinado a acabar en un campo de patatas o, mucho peor, en un país [Venezuela] del que no sabía nada de nada», asegura este joven, que cursa Arquitectura en la Universidad de Florida, uno de los estados que permite a los irregulares estudiar, pero no ejercer una profesión.

Según la ley migratoria de EE.?UU., cualquier ciudadano que haya entrado ilegalmente en su territorio es susceptible de ser deportado, independientemente de su nacionalidad, sexo o condición. Este baremo se aplica también al margen del tiempo que haya residido el sujeto en el país o de si era menor de edad cuando llegó.

Felipe Matos, por ejemplo, tenía apenas 14 años la primera vez que su madre le dijo que iba a enviarlo a América para que pudiera labrarse un futuro. «Y lo conseguí. En tan solo unos años logré graduarme como uno de los 15 mejores alumnos del país. Las mejores universidades se peleaban por mi, pero nadie quería darme una beca porque nadie quiere ayudar a alguien que no tiene papeles».

Contradicción

Según las cifras oficiales del Gobierno, al menos 65.000 descendientes de emigrantes indocumentados estudian en estos momentos en las aulas de EE.?UU. Para la mayoría de ellos, el final de la vida académica supone también el término de la única existencia que han conocido, ya que es entonces cuando las autoridades migratorias se muestran más proclives a detenerlos.

«Es una verdadera contradicción que EE.?UU., una nación que importa talentos de todas partes del mundo, no dé una oportunidad de conseguir la ciudadanía a estas mentes brillantes que ya están aquí y que ni siquiera hay que traer de ninguna parte». Habla Roberto Blanco, un constructor gallego afincado en Manhattan desde 1983, y una de las muchas voces que estos días apoya el proyecto de ley conocido como «Dream Act», que propone regularizar la situación de miles de jóvenes emigrantes, si estos se comprometen a terminar sus estudios o a servir dos años en el Ejército.

Si la propuesta sale finalmente adelante será gracias en parte al trabajo realizado por activistas como Juan Rodríguez, otro de los niños atrapados, que en junio logró reunirse con el presidente Obama como parte de una comitiva especial.

Pero para llegar a la Casa Blanca tanto Juan como el resto de sus compañeros debieron dar antes un paso que ninguno de sus progenitores se hubieran atrevido siquiera a imaginar: reconocer ante todas las televisiones su condición de indocumentados. «Para nosotros, el verdadero riesgo no es decir abiertamente que somos indocumentados. Lo peligroso es seguir viviendo con miedo», aclara este joven, que con otros cuatro estudiantes recorrió a pie la distancia que separa Florida de la capital en un acto de protesta.

«Leí lo que estaban haciendo y me dije que estos chicos tienen coraje. Es algo que yo no tuve el valor de hacer. Yo estuve diez años irregular, ganando muchísimo dinero, pero nunca me atreví a decirle a nadie que era ilegal», afirma Blanco.

¿La diferencia entre ambas situaciones? Un sentimiento de identidad diferente. «Ellos se sienten estadounidenses y por lo tanto no van a ir a esconderse a ninguna parte, porque no es lo que les han enseñado en este país», concluye Roberto.

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