La guerra mundial del terrorismo y la inmigración

El Mundo, Luis María Anson, 06-07-2010

PUDO HACERLO y no lo hizo. Pudo decirlo y no lo dijo. Pudo explicar a los empresarios españoles que le rendían visita en el Vaticano, que sus antecesores, los Sumos Pontífices, los sumos hacedores de puentes, habían exigido, antes que el comunismo estéril, la justa distribución de la riqueza. La Rerum novarum de León XIII, fue ampliada cuarenta años después por Pio XII y robustecida un siglo más tarde por Juan Pablo II.

Pudo, en fin, Benedicto XVI, subrayar ante el dinero español que el Vaticano lleva 50 años defendiendo también la justa distribución de la riqueza mundial. Fue Juan XXIII, el que planteó el gran desafío del siglo XXI en la Mater et magistra y en la Pacem in terris. Continuó con la exigencia Pablo VI en la Populorum progressio. Después Juan Pablo II en la Sollicitudo rei socialis. Más tarde Benedicto XVI en la Caritas in veritate. Y, sobre todo, millares y millares de curas y de monjas, sobretodo monjas anónimas al mejor estilo de Teresa de Calcuta, han convertido a la Iglesia Católica en la Iglesia de los pobres, atendiendo a los desfavorecidos del mundo, trabajando en los asilos de ancianos terminales, en los hospitales de sida, en los centros de infecciones, en las leproserías, allí donde nadie se atreve a estar.

Ya sé que decir todo esto produce un escozor inextinguible en los progresistas del caviar y el domperignon, en los comunistas de las soflamas demagógicas, en algunos infumables socialistas de palabras huecas y acción inexistente.

Es la Iglesia Católica la que exige a todos los poderosos de las naciones prósperas la justa distribución de la riqueza mundial. Mi maestro, Arnold J. Toynbee, explicó en 1974, poco antes de morir, que la Humanidad se enfrentaba a una III Guerra Mundial no convencional: la del terrorismo y la inmigración, si bien una parte de ésta resulta conveniente y necesaria.

Nadie, ni siquiera la Rusia soviética, podía desafiar el poderío militar de los aliados. El terrorismo, sí. Un pequeño grupo talibán, como la Al Qaida de Ben Laden, puede derrumbar las Torres Gemelas en el corazón de Nueva York, puede destruir Times Square, puede hacer estallar en el puerto de la capital del mundo un barco cargado de explosivos. Los ejércitos aliados ganan las guerras convencionales en unas semanas. Pero pierden la guerrilla del terrorismo en Vietnam, en Afganistán, incluso en Iraq.

Ninguna nación, en fin, del tercer mundo puede aspirar a invadir Estados Unidos, Francia o Alemania. La inmigración incesante de pateras y cayucos, las fronteras penetrables de las democracias, han introducido cifras escalofriantes de inmigrantes en Estados Unidos, Alemania o Inglaterra. La altiva Francia del Imperio colonial africano tiene ya un 20% de población inmigrante, con problemas tan profundos que la extrema derecha de Le Pen, apenas un 0,5% de votos, se encaramó en cifras de dos dígitos de ese sufragio real, irritado por la invasión inmigrante.

No nos engañemos. Como vaticinó Toynbee, estamos ya en la III Guerra Mundial no convencional. Es una torpeza combatir sólo con las armas, la violencia o las prohibiciones, el terrorismo y la inmigración. Tiene razón el Vaticano. Sólo la justa distribución de la riqueza puede contribuir a un nuevo orden social de paz y prosperidad para todos, en este mundo convulso que la tecnología ha convertido en la aldea global de McLuhan.

Luis María Anson es miembro de la Real Academia.

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