La casa de la Bernarda
ABC, , 26-03-2010Hay al menos dos maneras de aproximarse a este montaje del drama de Federico García Lorca, esforzamente protagonizado por gitanas analfabetas del poblado chabolista sevillano de El Vacie. Si lo contemplamos desde el punto de vista de la integración social, como un proyecto de trabajo para ayudar a unas personas marginadas a asomarse a horizontes diferentes a los de su dura realidad cotidiana, como una forma de utilizar el teatro como vehículo de superación, merece todos los aplausos y premios de carácter humanitario, porque esta emocionante apuesta es original y valiente, y tiene especial valor porque subraya una muestra de protagonismo femenino en el contexto de una sociedad tan patriarcal como es la gitana. Así que una cerrada ovación para las improvisadas actrices y las gentes de Territorio Nuevos Tiempos (TNT) que han llevado adelante la iniciativa.
Pero si nos acercamos al espectáculo desde el costado teatral, dejando a un lado la máscara del fofo paternalismo satisfecho, la cosa es distinta, porque este montaje es escénicamente poca cosa, y no porque se haya reducido el cuerpo de la obra hasta dejarlo en más o menos una hora.
No quiero aguarle la fiesta a nadie, y menos a estas señoras que han tenido el coraje de subir a un escenario vaya para ellas mi respeto, pero la verdad es que en la función que vi no había espontaneidad natural sino rigidez, reiteraciones, torpeza y confusión. Parece que las actrices estén de broma, y el público, deseoso de demostrar su complicidad condescendiente y su buen rollo, ríe fuera de contexto con el más nimio detalle.
Marga Reyes, la actriz profesional que encarna a Poncia y encauza el ritmo de la representación, parece una seño que pastoreara a sus alumnas en la función de fin de curso. Tal vez no sea el Español el lugar más adecuado para mostrar este trabajo. Me es muy incómodo escribir estas líneas, pero quien lee esta crítica supongo que espera una valoración teatral. Y la mía es esta. Pero, sin salirme del territorio crítico, debo destacar que el único momento de verdad escénica, de intensidad y nervio, se produce al final, cuando Bernarda muestra al público un pañuelo blanco manchado de sangre la denominada prueba de las tres rosas y exclama: «¡Mi hija ha muerto virgen!».
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