Colaboración
"Que hagan lo que quieran, pero en su país"
Deia, , 13-02-2010EN Euskadi tenemos una muy fuerte tradición, ancestral donde las haya, que consiste en arreglar los problemas del mundo en torno a una barra o mesa de bar. Alrededor de unas cañas y unas tazas de café, dependiendo de la hora o el gusto del consumidor, podemos profundizar en temas tan dispares como la ocupación de Afganistán, la edad de jubilación, las juergas de Patxi López, el desarrollo de la berza o el derroche de esfuerzo de Toquero sobre el césped.
De este ejercicio dialéctico nacen frases que han dado la vuelta al globo por su inestimable aporte a la ciencia y a la política: “eso lo arreglaba yo en un ti – ta”, “soy yo lehendakari y se iban a enterar ésos”, “es que son todos iguales” o, una de las más famosas, “si es que eso es como todo”. En esta ocasión, nos vamos a referir a un latiguillo que está muy de moda y que reza del tenor siguiente: “que hagan lo que quieran, pero en su país”. A veces, viene precedida de un exculpatorio y ponciopilático “a ver, yo no tengo nada en contra…”
Como es de suponer, estas frases, la mayoría de las veces, están referidas a inmigrantes que llegan de fuera del Estado español. En ese sentido, no podemos decir que el fenómeno de la inmigración sea algo tan reciente. Realizar una afirmación de tal calibre es manipular la verdad y la historia de una forma muy sibilina. El pueblo vasco ha sido un pueblo emigrante y, no sólo eso, nuestros arrantzales llevan siglos faenando por todo el planeta, por poner sólo un ejemplo.
Mirar a los demás desde el etnocentrismo, es decir, observar al resto desde el prisma de nuestra propia cultura y sin tratar de poner un mínimo de objetividad en nuestros análisis y afirmaciones puede llevarnos a una forma encubierta de fascismo o totalitarismo cultural: ver al de fuera como un intruso, no como una oportunidad de mejorar y caminar por un camino que nos lleva al mismo lugar a todos y a todas.
Este tipo de coyunturas exigen un análisis sosegado y políticas que apuesten por la integración, no por la asimilación, de las personas que vienen de fuera. Ante todo, y a pesar de que suene a tópico, no podemos olvidar que somos seres humanos, con similares metas e inquietudes, con defectos, con virtudes, y sobre todo, con sentimientos.
Es cierto que tampoco podemos cerrar los ojos a los datos con los que día sí y día también nos bombardea la prensa: índices de delincuencia, marginalidad… pero siempre sin olvidar que es el delincuente quien delinque, y no el colectivo con el que queramos etiquetar al mismo. Por dar un ejemplo, si en el supuesto de que leyéramos que el 53% de los delitos son cometidos por jóvenes menores de 30 años, no sería justo ni real afirmar que los jóvenes son unos delincuentes.
Por otro lado, en Euskadi tenemos una muy buena experiencia en el ámbito de la convivencia. Bajo el mismo paraguas vivimos quienes leen a Atxaga o a Uribe y quienes leen a Reverte o Espido Freire; los que escuchan La Oreja de Van Gogh y los que disfrutan con Ken Zazpi; la que juega a cartas en el batzoki y la que habla con sus amigas en la casa del pueblo.
Somos un claro ejemplo en saber convivir, en respeto a quien tiene una identidad diferente, respeto a quien no experimenta o vive la misma cultura que uno mismo. La sociedad vasca se ha enriquecido de esa forma. Se han generado debates, por supuesto, pero hemos sabido salir adelante. No nos empeñemos en demostrar que somos lo que nunca hemos sido, abramos las puertas de nuestra mente y démonos la oportunidad incluso a nosotros mismos de ver en quien tenemos delante lo que también hay en nuestro interior.
Ya lo decía Tristan Tzara, poeta francés: “¡Mírenme bien! Soy idiota, soy un farsante, soy un bromista. ¡Soy como todos ustedes!”.
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