Cara y cruz de la inmigración
La Verdad, 22-01-2010Sería de necios cuestionar ahora en nuestro país el acceso de los inmigrantes, tengan o no papeles, a la educación y la sanidad. La Constitución los reconoce como derechos universales, y eso permite a España sacar pecho como Estado del bienestar frente a otras naciones de su entorno que se muestran menos generosas en este terreno, y de entre las que la Italia de Berlusconi encarna, con mucho, el ejemplo menos edificante.
Además de estas consideraciones esenciales, resulta que la inmigración ha sido necesaria, y aún lo es, para la economía nacional, y en particular para la de Murcia, donde los extranjeros representan ya el 13% de la población y una aportación considerable al PIB regional. En pocos lugares como aquí pesan tanto los inmigrantes, a los que la Comunidad Autónoma destina – ojo al dato – más del 15% de su presupuesto anual. Hay que añadir enseguida, para que nadie lo olvide, que también en pocos lugares de España con semejante mezcolanza se registra una convivencia tan ejemplar como la que desde hace muchos años protagonizan murcianos y extranjeros, y por ello felizmente alejada de episodios como aquél, sangrante, de El Ejido, o de estridencias como la del alcalde nacionalista de Vic, empeñado hasta el final en su negativa a empadronar a los inmigrantes irregulares.
Ahora bien. Sería también de necios cerrar los ojos a la otra realidad de la inmigración, la que esconde a los sin papeles (37.000 se estima que viven en Murcia), y que resulta de una legislación errática anclada en vaivenes políticos, y – por qué no decirlo – en el miedo de los gobernantes a regular adecuadamente, y de forma definitiva, los flujos migratorios. El caso es que, mientras esto no se haga, esa ‘otra’ realidad funciona hoy en España como si fuera un arcano, de tal suerte que los sin papeles tienen acceso al médico y a la escuela, pero el mismo sistema que les reconoce tales derechos los sitúa después en la marginalidad: no pueden trabajar ni caminar por la calle sin temor a ser detenidos. La Comunidad Autónoma les presta asistencia educativa y sanitaria – como es su obligación – , pero el Estado no los cuenta (y, en consecuencia, no paga por ellos) cuando transfiere a la Región el dinero de la financiación autonómica. Terminar con esta grotesca contradicción sería, probablemente, el primer paso para erradicar ejemplos como el de Vic.
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