Tres navidades-ramadán
La autora retrata los sentimientos de una mujer de origen islámico que desde pequeña hacía cálculos para averiguar en qué años la Navidad coincidiría con el mes sagrado de los musulmanes
El Periodico, , 04-01-2010Najat el Hachmi
Toda la vida había deseado que el ramadán y la navidad coincidiesen para que fuese fiesta dentro y fuera de casa al mismo tiempo. Por ello de muy pequeña comencé a hacer cálculos intentando averiguar cuándo se daría tal acontecimiento teniendo en cuenta el decalaje de once días entre el calendario musulmán y el cristiano. Sería un momento mágico y de reconciliación interreligiosa e intercultural, pero pronto descubrí que eso solo se daba cada treinta y tres años.
Pasó el tiempo y fui olvidando el hito esperado. Hasta que un día me percaté de que las calles ya estaban llenas de luces mientras corría hacia casa para romper el ayuno. Me acuerdo porque fue el año que tuve el primer trabajo gracias a una amiga de mi hermana, haciendo cajas para una firma de joyas por catálogo. Mamá nos dejó ir porque daba por hecho que no habría hombres. Era la época en que nuestra madre aún era capaz de convencernos de sus propias suposiciones.
Recuerdo que la nave era tan fría que tenía la sensación de estar trabajando a la intemperie. Pero el trabajo me gustaba: siempre los mismos pasos para llegar al mismo resultado, afinando más con cada caja: encolando mejor los laterales, introduciendo con menos arrugas el cartoncillo del fondo, acomodando mejor la esponjita con ojal, enganchando con menos restos de cola las figuras de ángel o corazón o rosa que iban sobre la tapa. Y eran todo piezas bonitas que movíamos entre los dedos cubiertos por guantes descabezados. Me concentraba tanto que no recordaba la desazón de no saber por qué cantidad de dinero estábamos trabajando. La amiga de mi hermana perseguía a la secretaria para saber cuál sería nuestro sueldo y ella cada vez decía que aún no lo tenía claro, que la jefa no lo decía, que lo tenían que calcular. Eso sí, nos dijo, tenéis el almuerzo pagado.
Las tres estábamos muertas de frío y de apetito cuando entramos en aquel restaurante con olor a carne asada. Nunca había tenido apetito durante el ramadán, pero el vaho de cocinados y calefacción que nos recibió al abrir aquella puerta me hizo creer que alguien me cosía el vientre de una punta a otra. Y los villancicos, las luces de un árbol gigante al lado de la barra decían ven, siéntate y come. Nos miramos las tres. ¿Qué? Nada, que si entra alguien del barrio mamá lo acabará sabiendo. La amiga de mi hermana siempre había sido más pragmática que nosotras y pronto nos contestó: pues si un hombre entra aquí él sí que no tendrá ninguna excusa, nosotras podríamos tener la regla, ¿pero él? Dijimos que sí, que comeríamos pero que sería un secreto que teníamos que guardar hasta
la tumba. Y lo era hasta hoy que os lo
explico. De lo que no hemos querido hablar nunca jamás es de la miseria que nos pagaron por pasar aquel frío y aquella tristeza.
Si una cosa recuerdo bien de aquellas primeras navidades-ramadán es que añoré mucho a mamá. La veía después de trabajar, está claro, pero no era lo mismo, ya no nos sentábamos las tres para tomar la sopa especiada como si las diferencias entre nosotras se tuviesen que ir haciendo cada vez más pequeñas, justo al contrario de lo que intuíamos que pasaría.
Pero aún fueron más tristes las segundas navidades-ramadán, cuando yo era tan feliz de haberlo conocido a Él que decidí montar un almuerzo clandestino para celebrar alguna cosa juntos. Cociné en su casa, puse la mesa como si fuera la mía, con mantel rojo y copas doradas y le ayudé a decorar toda la casa porque era la primera vez que podía decorar alguna casa con motivos navideños. Le regalé un juego de dos tazas con corazones dibujados y pienso que no fue un regalo muy acertado. O era que el veinticuatro al mediodía no era del todo cierto que fuese el almuerzo de Navidad y que ambos sabíamos que al día siguiente él estaría con su familia y yo con mamá dentro de una casa sin una sola luz que hiciera intermitencias. Lo que él no sabe aún ahora es que tan triste es no comer cuando todo el mundo te insta a hacerlo como ir a romper el ayuno con tu familia cuando tienes el estómago lleno de sopa de galets y canelones. Allí ante mamá, sin haber compartido el ayuno diurno, sentí que estábamos más lejos que nunca por culpa de mi traición.
Las terceras navidades-ramadán tenían que ser las mejores de todas, según mis cálculos de niñez, cuando coincidía la noche del veinticuatro con la última del mes sagrado de los musulmanes. Pero ya era demasiado tarde porque entonces no vivía con mamá y a Él hacía tiempo que no lo veía. Así que opté por no celebrar ninguna de las dos cosas, recordando, aunque no añorando del todo, las dos posibles fiestas de las que ya no participaba.
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