Jugársela a los 16

Diario Sur, GEMA MARTÍNEZ gemamar@diariosur.es, 03-01-2010

24 de septiembre de 2003. Llega a Tarifa una patera con 21 menores, el más pequeño tiene 13 años. Es la primera vez que tantos niños y adolescentes llegan en una sola embarcación. Octubre de ese mismo año: casi medio centenar de niños llegan a las costas andaluzas de igual manera. Comienza lo que se da en llamar la ‘paterización’ de la inmigración de menores marroquíes, que hasta entonces habían alcanzado la península en un barco o en los bajos de un camión, fórmulas que se mantienen.

12 de septiembre de 2007. De la fotografía que aquel día salió en el periódico, Hamid reconoce al hombre grueso que está en medio y que mira a la cámara. El chico explica que ese hombre fue el que se cayó al suelo cuando salieron corriendo de la casa en la que los tuvieron encerrados 21 días, ubicada en alguna montaña de Nador, a unos cuantos kilómetros de la costa. En la casa había 26 hombres y seis menores de edad – entre ellos, Hamid – , que comían lentejas una vez al día. Sólo si sobraba algo podían cenar por la noche.

No hace mucho que cumplió los dieciocho y dejó de estar bajo la protección de la Junta de Andalucía, aunque cuando entregó a la mafia los 500 euros que le prestó un hermano, sólo tenía dieciséis. El vocabulario de Hamid no da para acertar con la palabra exacta, aunque por lo que dice parece que entregó el dinero a una especie de ‘delegado’ de la mafia en Kasba – Talda, su aldea. El pueblo está a sólo 30 kilómetros de Beni Mellal, una zona rural del interior de Marruecos en la que el 80% de los jóvenes considera que emigrar es el único horizonte posible.

«Sabía que a otros les había ido bien», dice Hamid. Fue uno de los motivos por los que pagó a la mafia para que le trajera a Europa. Otro motivo es que en Kasba Talda a un hombre le pagan cinco euros por trabajar todo el día en el campo; y otro más es que él no encontró ni siquiera eso, después de buscar un año.

Encerrados 21 días

«¡Preparaos!» Eso gritó uno de los jefes de la mafia cuando abrió la puerta de la casa en la que habían estado encerrados 21 días. Era de noche y Hamid sólo tuvo que coger la bolsa de plástico en la que había guardado un poco de comida y también alguna ropa, aunque no de mucho abrigo. «Tuvimos que andar unos cinco kilómetros hasta alcanzar la carretera. Algunos tramos los teníamos que hacer corriendo». Fue entonces cuando el hombre grueso que sale en la fotografía se desmayó. «Quería quedarse allí, pero le echamos agua y siguió». Una vez en al carretera apareció una furgoneta que les llevó cerca de la costa. Algunos vomitaron en el trayecto. Otros vomitaron en la patera.

La fotografía en la que aparece el hombre grueso salió en este mismo periódico el 12 de septiembre de 2007, bajo un titular que informaba del rescate de 32 inmigrantes que habían estado varios días a la deriva. Uno de esos 32 inmigrantes era Hamid. Él no recordaba que fuera septiembre, ni tampoco el día, pero sí que no había luna, que salieron de Marruecos sobre las diez de la noche de un viernes y que llegaron a las costas de Motril en la madrugada del lunes: «Hacía un frío horroroso. El que nos llevaba se confundió en la ruta. Los hombres lloraban. Creíamos que íbamos a morir».

Así siguieron, perdidos y a la deriva, hasta que se cruzaron con pescadores españoles: «Nos dijeron que siguiéramos un rumbo, porque nos faltaba poco para llegar. También nos echaron botellas de agua». Estaban a quince minutos de las costas de Motril cuando les interceptó la policía.

Para todos los hombres ese era el final, pero no para Hamid, que desde que salió de Nador sólo quería divisar la tierra. A los menores les dieron zumo y galletas y al día siguiente les hicieron la prueba oseométrica: «Me midieron los huesos. Salió que tenía quince años». En realidad, Hamid tenía dieciséis. Le mandaron a un centro de protección de un pueblo de la provincia, desde donde llamó a su tía, que es como su madre: «¿Lo ves? Todo ha salido bien», le dijo. Pero ella no dejó de llorar.

En el centro de menores otra chica marroquí le enseño algo de español. También hizo un curso de informática, algo de albañilería y ganó tres copas en otros tantos torneos de atletismo que se celebraron en Álora, Benalmádena y Torremolinos.

Algunas de esas copas están en la habitación del piso que comparte con otros dos chicos marroquíes, y que gestiona el MPDL dentro del programa de menores ex tutelados por la Junta de Andalucía. Siempre hay demasiados aspirantes, así que no es fácil acceder a una de las plazas. Antes de conseguir la suya, Hamid pasó unos meses en el albergue. Tuvo que abandonar el centro de menores al día siguiente de cumplir los 18.

En los alrededores de los puertos de Ceuta, de Melilla, de Tánger es fácil ver a grupos de chavales que rondan las murallas, miran por entre la verja y hablan nerviosos, como discutiendo un asalto. Dedican los días a observar la entrada y salida de los camiones. La mayoría espera meses hasta ver una oportunidad y cuando se deciden, lo normal es que algún control los intercepte. Casi siempre ocurre eso, aunque no fue el caso de Abdelali: «Vi un camión aparcado. Era mi primera noche en Tánger y llevaba sentado en los alrededores del puerto unas cuatro horas. Los chicos me dijeron que ese camión no valía, porque llevaba meses aparcado. Yo decidí probar».

En realidad sólo pretendía entrenarse; ver la forma en la que un chico de 16 se acopla en los bajos de un camión, pero no le dio ni tiempo: «Me senté en la barra que hay en las ruedas, pero no me gustó. Me cambié y me coloqué entre la barra de abajo y el trailer», y hace un dibujo para hacerse comprender. «Yo sólo quería probar, pero entonces el camión empezó a moverse, entró en la aduana, pasó el escáner y siguió. Tardó muchas horas en entrar en el barco. Yo no me moví. Sabía que si la policía (marroquí) me pillaba me iba a matar». Pero no le detectaron en ningún control; ni siquiera en las bodegas del barco, cuando los agentes se agachaban para mirar en los bajos de todos aquellos vehículos. Cuando llegaron a su altura, cerró los ojos para que no le brillaran.

Un chico con suerte

Abdelali debe ser un chico con suerte. No parece que emigrara por necesidad. Más bien pertenece a ese diez por ciento de los menores marroquíes que se toman el viaje como una gran aventura: «Mi padre me dijo que no lo hiciera; que él podía conseguirme un contrato de trabajo por 6.000 euros. Pero yo le dije que no».

En los bajos del camión viajó hasta que el vehículo paró en un bar de carretera: «Habían pasado 24 horas cuando salté. No podía más. La sangre no me circulaba. Entré en el bar y pedí un vaso de agua. Me metieron dentro, me dieron de comer y llamaron a la policía». Él chico no lo sabía, pero había llegado a Pizarra.

De eso hace poco más de dos años, pero sin duda, Abdelali tiene ‘baraka’: el permiso de residencia le tardó un mes y el chico tuvo buen ojo cuando decidió hacer un curso para montar placas solares y fotovoltaicas. Hoy tiene trabajo fijo. Las pasadas Navidades llevó a su familia tres maletas llenas de regalos y se ha comprado un terreno en Marruecos . Sabe que allí es un ‘efecto llamada’.

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