Visita al infierno en Aluche

El Mundo, MARTA BELVER, 17-12-2009

Inmigración. Los familiares de los recluidos en el Centro de Internamiento de Extranjeros pueden verlos cinco minutos al día en presencia de policías. «La mayoría sale llorando por lo que les cuentan», asegura el organizador oficioso de la entrada En el cuaderno de Luis Venegas hay una treintena de números anotados a boli. Tienen cuatro cifras y corresponden a algunos de los sin papeles que están recluidos en el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Aluche.


Un señor con acento latinoamericano se acerca al voluntario ecuatoriano que confecciona la lista y le dice un nuevo guarismo de cuatro dígitos, que se incorpora a la hoja de cuadros. Una vez registrado manualmente, al recién llegado le corresponde el puesto 31 en el turno de visitas de la jornada.


Cada mediodía decenas de familiares, amigos y conocidos de los internos del CIE madrileño acuden a las instalaciones en las que están retenidos para llevarles ropa y productos de higiene en botes de plástico transparente. Es lo único que pasa la criba policial de la entrada. Nada de comida, nada de desodorante ni colonia en envases opacos…


Algunos se apuntan en la lista casera pero oficiosa antes de las ocho de la mañana y se van a trabajar o a casa a hacer tiempo. A las tres y media de la tarde, un funcionario del centro supervisa con ese papel escrito a mano las visitas, que están restringidas a una persona por interno al día de cinco minutos escasos.


Pero hasta que se abre la puerta del edificio color crema y ventanas con rejas reforzadas por chapas azules, el trajín de los que van a ver a los que están dentro se intercala con el de los que salen fuera. «Esto es un infierno, esto es un infierno…», no para de repetir una venezolana que se ha pasado 14 días encerrada, mientras come a dos carrillos una empanada que le ha comprado a dos vendedoras ambulantes a la entrada.


Antes de salir escopetada para reencontrarse con su niña, suelta de carrerilla: «Te tratan como a un animal, como a una basura, te hacen ducharte con agua fría, a los hombres les pegan, a las embarazadas ni las llevan al médico…».


Nadie está esperándola en la transitada avenida de los Poblados, justo al lado de la antigua cárcel de Carabanchel, porque los suyos no sabían que hoy la iban a dejar marcharse de esa no cárcel, sin documentos en regla, igual que cuando, asegura, la llevaron allí esposada.


El domingo entró en vigor la nueva Ley de Extranjería que amplía de 40 a 60 días el tiempo que la Policía puede retener a los inmigrantes ilegales. El objetivo, según justifica el propio texto, es «dotar de mayor eficacia y más garantías a las medidas de suspensión y devolución».


Pero a muchos los ponen en la calle no para montarlos en un avión de vuelta a su país y sin que se haya regularizado su situación administrativa. Eso es lo que cuenta una boliviana de mediana edad, que ha dormido 34 noches en una litera del establecimiento no penitenciario más grande de España.


«Que sí, Papi, que estoy aquí fuera, a la puerta del CIE», musitaba a través de su móvil al escéptico interlocutor al otro lado de la línea. «Fatal», responde cuando, al colgar, se le pide que resuma su experiencia en el interior de la mole. «He pasado mucho miedo. Muchííísimo».


Su figura se pierde en la lejanía a la vez que entra en el recinto un coche de Policía con dos ciudadanos extranjeros en el asiento de atrás. Unos minutos antes había salido otro vehículo en dirección contraria con tres pasajeros, uno de ellos sin uniforme.


«Si te quedas aquí un rato verás que hay movimiento todo el rato», informa Villegas, aferrado a su cuaderno. «Esta mañana ha venido además una unidad del Samur, aunque luego dirán que son los internos los que se lesionan solos…».


En la explanada del CIE está también la comisaría de Aluche y la Brigada de Extranjería y Documentación, aunque no hay ningún cartel visible que lo indique. Pasado un control policial con arco de seguridad, se llega a un patio común y los familiares de los internos esperan bajo una carpa blanca a que les hagan formar una primera fila de 20 personas.


Luego entran de cinco en cinco a la sala de visitas, de la que cuentan que no tiene ventanas. Los sientan en mesas individuales separadas por cristales y a unos dos metros del recluido. Y los agentes supervisan las conversaciones pululando por la estancia.


Pese a todo, algunos aprovechan esta suerte de vis a vis para transmitir la idea del infierno. «Mi amigo me ha llamado esta mañana por teléfono para decirme que le han vuelto a pegar. Pero vamos, normalmente me lo cuenta delante de ellos [los policías] cuando entro a verlo», asegura un ecuatoriano que le lleva a su compatriota una bolsa con ropa de abrigo y zapatillas deportivas.


Así, en grupos de 20 en 20 que luego se disgregan en minigrupos de cinco van pasado hasta las siete de la tarde, que es cuando acaba el turno de visitas. Los fines de semana se llegan a juntar unas 120 personas y entran las que dé tiempo, que por la lentitud del proceso no son siempre todos. «La mayoría sale llorando por lo que les cuentan», asegura el ecuatoriano de la lista.


La Jefatura Superior de Policía de Madrid, que gestiona este centro dependiente del Ministerio del Interior, asegura que el CIE «no es un hotel, pero cumple la legalidad». «No hay que olvidar que los internos lo están por orden de un juez y que, en cualquier caso, si han sido víctimas de abusos podrían denunciarlo», concluyen las mismas fuentes.


CORDONES Y CINTURONES REQUISADOS


El ciudadano de la imagen procede de Bangladesh y en el momento en el que se le fotografió estaba poniéndole los cordones a sus zapatillas. Se los requisaron al entrar en el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Aluche, de donde acababa de salir tras pasar una sola noche porque, explicó en inglés, era «la primera vez» que lo detenían sin papeles. «También les quitan el cinturón. Puedes distinguir perfectamente a los que vienen del CIE porque terminan de vestirse en la calle», asegura una vendedora ambulante de comida que despacha su surtido de empanadas y papas rellenas en una marquesina de autobús junto al edificio. Al ciudadano asiático le han bastado unas horas para dejar horrorizado el lugar: «¿Es normal que no te dejen ir al servicio por la noche?».

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