Montañas y minaretes

La Vanguardia, , 13-12-2009

Ian Buruma
Suiza tiene cuatro mezquitas con minaretes y una población de 350.000 musulmanes censados, principalmente europeos de Bosnia y Kosovo, de los cuales un 13% va regularmente a orar. Uno pensaría que no se trata de un gran problema. Pero un 57,5% de los votantes suizos optó en un referendo por una prohibición constitucional de los minaretes, supuestamente debido a la preocupación por el “fundamentalismo” y la “soterrada islamización” de Suiza.

¿Son los suizos más intolerantes que otros europeos? Probablemente no. Los referendos son una medida de los sentimientos viscerales del pueblo, en lugar de la opinión bien ponderada, y raramente esos tipos de sentimientos son liberales.

Es muy probable que, si se hicieran en otros países europeos, los referendos sobre este tema darían resultados similares.

Atribuir el voto suizo sobre los minaretes – idea promovida por el derechista Partido del Pueblo Suizo, pero por ninguno de los demás partidos políticos-a la “islamofobia” es quizás equivocado. Un largo historial de hostilidad mutua entre cristianos y musulmanes y los casos recientes de violencia islamista radical han hecho que mucha gente sienta temor hacia el islam, a diferencia del hinduismo o el budismo, por ejemplo. Y el minarete, que apunta al cielo como un misil, es fácil de caricaturizar como una imagen amenazante.

Si los suizos y otros europeos se sintieran seguros sobre sus identidades, sus conciudadanos musulmanes no gatillarían ese temor en sus corazones. Hace no tanto tiempo, la mayoría de los ciudadanos del mundo occidental tenía sus propios símbolos indudables de fe e identidad colectivas. Las torres de las iglesias que embellecen muchas ciudades europeas todavía significaban algo para la mayor parte de la gente. Pocos se casaban fuera de su propia fe.

También hasta hace poco muchos europeos creían en sus reyes y reinas, hacían resonar sus himnos nacionales, aprendían versiones heroicas de las historias de la patria, los viajes al extranjero eran para los soldados, los diplomáticos y los ricos.

Mucho ha cambiado, debido al capitalismo global, la integración europea, la estigmatización del sentimiento nacional por dos guerras mundiales catastróficas y la pérdida generalizada de la fe religiosa. La mayoría de nosotros vive en un mundo secular, liberal, desencantado. Las vidas de la mayor parte de los europeos disfrutan de mayores niveles de libertad que nunca. Los sacerdotes y superiores sociales ya no nos dicen qué hacer o pensar, y cuando lo intentan tendemos a no prestarles demasiada atención. Pero ha habido un precio que pagar por nuestro mundo liberado. Liberarnos de la fe y la tradición no nos ha llevado a una mayor satisfacción, sino a un estado de aturdimiento, miedo y rencor. Si bien las manifestaciones de identidad colectiva no han desaparecido por completo, están confinadas en gran medida a estadios de fútbol, donde las celebraciones pueden convertirse rápidamente en violencia y resentimiento.

Los demagogos populistas culpan a las élites políticas, culturales y comerciales por las ansiedades del mundo moderno. Las acusan, no sin parte de razón, de imponer una inmigración masiva, crisis económicas y la pérdida de la identidad nacional a los ciudadanos de a pie. Sin embargo, si se odia a las élites por causar nuestros males modernos, se envidia a los musulmanes por seguir teniendo fe, saber quiénes son y tener algo por lo que valga la pena morir. Es irrelevante que muchos musulmanes europeos se sientan tan desencantados y seculares como sus conciudadanos no musulmanes. Lo que importa es la percepción.

No es de sorprender que el populismo antimusulmán haya encontrado entre antigua gente de izquierdas a algunos de sus partidarios más encarnizados, porque ellos también han perdido su fe, en este caso en la revolución mundial. Muchos de estos izquierdistas, antes de dirigir sus esperanzas a la revolución, venían de círculos religiosos, por lo que sufrieron una doble pérdida. En su hostilidad hacia el islam hablan de defender los “valores de la Ilustración”, cuando de hecho lo que lamentan es el colapso de la fe, sea religiosa o secular.

No hay una cura inmediata para el tipo de males sociales expuesto por el referendo suizo. Por supuesto, el Papa tiene una respuesta. Le gustaría ver al pueblo de regreso al redil de Roma. Los predicadores evangélicos también tienen una receta para la salvación. Los neocon ven el mal europeo como una forma de típica decadencia del Viejo Mundo, un estado colectivo de nihilismo alimentado por los estados de bienestar y la blanda dependencia del poder militar estadounidense. Su respuesta es un mundo occidental con nuevos bríos, liderado por Estados Unidos y dedicado a una cruzada armada por la democracia.

Lo mejor que podemos esperar es que las democracias liberales puedan abrirse paso por este periodo de dificultades, resistiéndose a las tentaciones demagógicas y conteniendo los impulsos violentos. Después de todo, han resistido crisis peores en el pasado. Habiendo dicho eso, sin duda sería de ayuda el tener menos referendos. Al contrario de lo que creen algunos, no fortalecen la democracia, sino que debilitan a nuestros representantes electos, cuya tarea es ejercer el buen juicio en lugar de servir de voceros de los instintos viscerales de un pueblo ansioso y enfadado.

I. BURUMA, profesor de Democracia, Derechos Humanos y Periodismo en el Bard College; autor de ´Asesinato en Amsterdam: La muerte de Theo van Gogh y los límites de la tolerancia´
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