El gueto romaní de Hernani

Los rescoldos del chabolismo siguen humeando en Gipuzkoa, avivados por el soplo proveniente del Este. La población rumana en el territorio se ha multiplicado por cuatro en tres años. Un pabellón abandonado de Hernani acoge a un centenar de ellos.

El País, , 13-12-2009

“¿PERO qué escribe en el cuaderno?”, le pregunta a su mujer, agraviado. Parece inquieto el hombre por la intromisión del periodista. No deja de ladear la cabeza, disgustado, lanzando la maza al suelo con la que un instante atrás golpeaba las tripas de varios televisores y un ordenador cogidos de la basura. Se entrega a la tarea por 120 euros semanales, el negocio de la chatarra, aunque tiempo habrá de seguir con la maza. “¿Qué apunta en el cuaderno?”, insiste el joven rumano. Su mujer le mira, sentada a la mesa, sin saber muy bien qué decir, compartiendo la misma sensación de intromisión y allanamiento de morada mientras hierve agua en una pequeña cocina. Hay dispuesto junto a ellos un pequeño árbol de navidad de plástico, colocado sobre una mesa en la que descansan unas barritas muesli para el desayuno. A los pies, un tocador con flores de plástico. La instantánea se recoge en un pabellón abandonado de la empresa Azkar, en Hernani, una imagen que echa por tierra la creencia de que el chabolismo sea una imagen en sepia, del pasado.

Un centenar de personas, entre ellos veinte menores de edad, conviven en esta nave industrial salpicada de casas de madera en las que hace un frío de mil demonios. Miles de metros cuadrados convertidos en el mayor asentamiento de rumanos del territorio. Aquí vive nuestro joven rumano dolido por el oprobio, aunque minutos después, parece algo más calmado, lejos de la afrenta de la que parecía sentirse víctima. “¿Pero por qué apuntas todo eso en el cuaderno?”, repite por tercera vez sin llegar a comprender.

-“Queremos conocer cómo es vuestra vida. Tan sólo es eso”.

El hombre respira, le mira a su mujer y ya más relajado confiesa su temor a que pueda irse al garete el barracón, último reducto de un número creciente de rumanos que viven con lo puesto. Una vida digna que siempre le han arrebatado. Por eso se molesta. Su reacción es una muestra elocuente de esa disposición. Hay compatriotas que por cinco euros se dejan retratar, abriendo las puertas de su casa y lo que haga falta por el módico estipendio. Este chico, en cambio, no ha perdido un ápice de dignidad.

El goteo de inquilinos que deambulan ante la adversidad es incesante en el territorio. La población rumana de Gipuzkoa se ha cuadruplicado en los últimos cuatro años, de 874 personas hace un lustro a 4.096 el año pasado, según datos facilitados por Ikuspegi, el Observatorio Vasco de Inmigración. El mayor crecimiento de población rumana se produjo de 2007 a 2008 (un 90%), y aunque este año ha sido más atemperado (15%), es constante la savia que inyecta la población rumana tras la incorporación de este país a la Unión Europea desde enero de 2007, si bien la moratoria impuesta por el Gobierno español a la libre circulación no ha vencido hasta comienzos de este año.

la segunda nacionalidad

Más allá del padrón

Rumanía se ha convertido así, tras Portugal, en la segunda nacionalidad con mayor representación en el territorio. Cifras del padrón que, paradójicamente, no dejan de ser un mero bosquejo de la verdadera trastienda del fenómeno. Más de 4.000 rumanos censados, pero se calcula que otros tantos malviven en el territorio sin figurar en registro alguno. “Los rumanos de Azkar no están empadronados y así no podemos trabajar con ellos”, confiesan desde los Servicios Sociales del Consistorio hernaniarra. En esta localidad se asienta la nave industrial que cobija al gueto, junto a una rotonda situada bajo la autovía del Urumea, a cuatro kilómetros de Urnieta y seis de Andoain.

La visita al lugar se lleva a cabo a primera hora de la mañana, cuando apenas se dejan ver diez de los cien inquilinos que habitan la nave, personas que siguen nuestros pasos con desconfianza. El resto, quizá, esté ya buscando chatarra. “Vivimos sin agua, sin luz, sin nada”, confiesa Stelian Lacatus, de 22 años, una edad que no comulga con su rostro envejecido. Es una constante en este tipo de asentamientos. Las condiciones extremas avejentan, cuartean los rostros.

Lacatus perdió el ojo izquierdo hace tres años, al poco de llegar a esta nave industrial. El núcleo central del asentamiento se produjo entonces, aunque la población vive un tránsito constante. Cada tres o cuatro meses marchan de nuevo a su país en autocares que han hecho de la miseria un negocio.

Lacatus sigue ejerciendo de maestro de ceremonias mientras los habitantes de esta barriada van saliendo de sus cobijos, desperezando sus cuerpos, como ánimas camino del purgatorio. En otro tiempo esta nave inmensa fue la zona de carga y descarga de un sinfín de camiones de Azkar. Ahora se ha convertido en una aldea en la que sus habitantes gozan, si procede así decirlo, de diferentes estatus. La clase más acomodada ocupa las oficinas del segundo piso, donde hace unos meses se declaró un brote de tuberculosis.

Aunque la fugacidad de la visita impide todo juicio categórico, a simple vista, la cordialidad parece presidir la relación entre los inquilinos de la nave industrial. Se ven en ella los ropajes de la comunidad, que cuelgan en el centro de la otrora empresa sobre una cuerda en la que se ven ropitas de niños. Algunos de ellos se dejan mecer en el regazo de sus madres durante la visita, pero la mayor parte están ausentes. Fuentes consultadas de los Servicios Sociales del Ayuntamiento de Astigarraga admiten que algunos de estos chavales están escolarizados en la localidad.

Hay madres que siguen nuestros pasos con expectación, bajo la mirada cómplice de unos maridos que calientan el estómago dando sorbos a unas tazas de té casero.

El hombre que recelaba de las anotaciones del cuaderno parece definidamente más calmado. “Estuve en Murcia con mi mujer ganándome la vida recogiendo fruta, pero aquello se acabó”, dice el joven, que fuma sin cesar. Frisa la veintena, como Lacatus, pero también se sitúa en las antípodas del rostro casi púber que debería tener.

El chaval vuelve a coger la maza, un golpe tras otro hasta sacar de las tripas del electrodoméstico el metal que le procura ganancias. La maza sube y baja, dejando la sensación de que las manos que blanden la herramienta pertenecen a una persona de bien con ganas de sacar adelante a su familia. El problema de vivienda le aboca al barracón que habita.

El recorrido por la aldea se convierte en un mosaico de pequeños detalles, donde llama la atención la cantidad de puertas cerradas con candado, de familias que, al parecer, se han marchado a pasar las navidades a Rumanía. También hay repartidos en los hogares triciclos y juguetes recogidos en la basura, guiños a la infancia de una generación abandonada.

Justo en ese instante, un crío de unos siete años sale raudo a nuestro paso con una bolsa en sus manos. “Egun on”, suelta sonriente para desaparecer como por arte de magia. La sordidez de las chabolas contrasta con el interior, donde hay sillones, muñecas y mesas dispuestas con un extraordinario sentido de la decoración. Tras ellas hay personas que gozaron de vivienda en otro tiempo.