Tzvetan Todorov / Ensayista
«Nadie puede justificar que pegar a una mujer es una costumbre ancestral»
La Razón, 15-11-2009Sus estudios sobre poesía han acabado convertidos en libros que hablan de la condición del hombre actual. Él mismo se siente un extranjero y reclama esa condición para pensar en libertad. Esto sí es un europeo
Tzvetan Todorov nació en Sofía (Bulgaria) en 1939, pero desde 1963 vive en París. Ha impartido clases en la École Pratique des Hautes Études y en la Universidad de Yale. Desde 1987 dirige el Centro de Investigaciones sobre las Artes y el Lenguaje del Centre Nacional de la Recherche Scientifique (CNRS). A partir de los años noventa su faceta de semiólogo deja paso a la de historiador, lo que le sirve para elaborar las teorías sobre la justicia, el mal, la tolerancia, la libertad y sus límites, y el acoso de los bárbaros… Es un hombre puente entre el Este y el Oeste de Europa. Entre su ingente obra cabe citar «El hombre desplazado», «Los abusos de la memoria», «Memoria del mal, tentación del bien» o «El miedo a los bárbaros». En 2008 recibió el Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. «El miedo a los bárbaros es lo que amenaza con convertirnos en bárbaros», advierte.
–De entre los muros que persisten o proliferan, se refiere usted a uno especialmente característico de nuestros días.
–Efectivamente, es el muro contra los inmigrantes. Esta vez, la construcción no separa a dos viejos contendientes ni protege a nadie de posibles agresores. Está destinada a impedir a los pobres entrar en los países ricos para ganarse mejor el pan y vivir más decentemente.
–Alguien podría sorprenderse de ver estos muros erigidos en una época caracterizada por la globalización.
–En realidad, no hay paradoja ninguna. Lo que hoy circula más libremente por el mundo es, por una parte, las mercancías y los capitales, y, por otra, la información que contienen las imágenes y los mensajes electrónicos. Y es esta interconexión la que hace que surja el deseo de ir a ganarse la vida a los países ricos. De otro modo, el paisano de Mali no concebiría el proyecto de ir a París, ni el de Honduras el de instalarse en Los Ángeles: no sabrían de la existencia de esos lugares. Pero, por lo que se refiere a las personas, su circulación está reglamentada.
–En época de escasez de mano de obra en los países ricos los residentes de los países pobres son importados masivamente. Pero en época de vacas flacas…
–Se cierra el grifo. No obstante, a diferencia de las mercancías, los seres humanos poseen una voluntad autónoma y son capaces de desobedecer. Pero es que, además, se pueden poner enfermos y necesitan ir al médico, o, incluso peor, pueden enamorarse y tener hijos, para los cuales ¡habrá que reservar plazas en las escuelas! La diferencia en la retribución del trabajo entre el Sur y el Norte es de 1 a 10 o de 1 a 100. Mientras esta disparidad se mantenga, los pobres tratarán, por todos los medios, de venir a casa de los ricos.
–Con su propuesta de debate sobre la identidad francesa, además de la existencia de un ministro de Inmigración e Identidad Nacional, ¿no corre el riesgo Sarkozy de crear una oposición entre nación e inmigración?
–Desde luego. Estoy en total desacuerdo con la idea de un ministerio cuyo nombre completo es: Ministerio de Integración, Cooperación, Inmigración e Identidad Nacional. Esa denominación da a entender que la identidad nacional está siendo puesta en riesgo por los extranjeros. Pero eso es falso y mezquino. Si reflexionamos con un poco más de seriedad y perspectiva histórica, nos damos cuenta de que la sociedad francesa cambió radicalmente en 1944, momento en que se reconoció el voto a las mujeres. El hecho de que las francesas pudieran ejercer el derecho al voto y participar pública y activamente en la vida política del país, sí supuso un cambio radical en la identidad nacional, como también la posibilidad de que pudieran recurrir a la contracepción a partir de 1967. Estos dos cambios sin duda son mucho más importantes por lo que a la identidad de la sociedad francesa se refiere que la presencia de españoles, portugueses, malineses o marroquíes.
–¿Esa referencia política a la identidad no demuestra una cierta inseguridad?
–Esta idea de la identidad nacional como algo sagrado que hay que proteger de los extranjeros es retrógrada. La identidad cultural de un pueblo jamás ha sido algo estático. Sólo las civilizaciones muertas permanecen inmóviles. Las naciones europeas están profundamente mezcladas. Una cuarta parte de los franceses tiene un padre o un abuelo extranjero. Lo más irónico del asunto es que el padre de Sarkozy era húngaro y la madre de su ministro de Identidad Nacional es libanesa.
–«No hemos de perder de vista la pluralidad cultural y la tolerancia frente a ella. Pero hay límites», afirma usted. ¿Cómo establecer esos límites?
–La tolerancia es una bella cosa, con una condición: no tolerar lo intolerable. No es un juego de palabras. Si lo aceptamos todo, estamos renunciando a los juicios de valor, lo que, al final, nos conduce al nihilismo. No podemos aceptar la tortura, por ejemplo. La cuestión estriba en trazar un límite claro.
–Además se suele confundir el relativismo con la tolerancia.
–Pero trazar esa línea es más fácil de lo que con frecuencia parece: en cada país existe un código jurídico, unas leyes; por lo tanto, todo lo que la ley prohíbe es intolerable. Si pegar a una mujer está prohibido por la ley, yo no puedo ampararme en el argumento de que se trata de una costumbre ancestral. Después, hay cosas que no están prohibidas, pero que están mal vistas. Por ejemplo, no está bien visto burlarse de las personas obesas. Se trata en este caso de códigos transmitidos a través de la educación, y no me refiero sólo a la escuela, sino a todos los ámbitos de la educación: la familia, los medios de comunicación y la clase política, que tiene la responsabilidad de encarnar y defender los grandes valores morales. Por último, existen otras acciones enraizadas en el origen étnico del individuo o que responden a una elección individual, por lo general relacionadas con la vestimenta, la alimentación, las pautas de higiene o la decisión de mostrar o no determinadas partes del cuerpo, con las que creo que conviene ser tolerante.
–Con frecuencia, quienes defienden a los inmigrantes y a otras minorías invocan el derecho a la diferencia. ¿No cree usted que puede resultar contraproducente, que es mejor exigir la igualdad de derechos?
–Lo que está en la base de la democracia es la igualdad de derechos. Y eso es lo que la ley debe garantizar. Sólo a partir de esa garantía podemos exigir contrapartidas. Es decir, si antes hemos visto que se trataba de una dialéctica entre ley y tolerancia, ahora lo estaríamos planteando en términos de justicia y tolerancia. Lo que no me gusta es eso del «derecho a la diferencia». Creo que es preferible un «derecho a la identidad» y la exigencia de tolerancia. Porque la diferencia no es buena per se. La existencia de fascistas en una sociedad democrática, que entran en conflicto con los ciudadanos que comparten los valores democráticos, no es buena pese a que haga a esa sociedad «más diversa».
–Dice que «ninguna cultura es en sí misma bárbara, y ningún pueblo es definitivamente civilizado. Todos pueden convertirse tanto en una cosa como en la otra». Entonces, la cultura talibán o la cultura nazi, ¿no son bárbaras?
–Lo que sucede es que no existe una «cultura talibán». Lo que hay es una cultura afgana o musulmana, y, en ese marco, los actos de los talibán. Evidentemente, la prohibición y persecución de las niñas que van a la escuela por parte de los talibán, por ejemplo, es un acto de barbarie claramente condenable. Y lo mismo sucede con los nazis. No existe algo tal como la «cultura nazi», sino la cultura alemana, en cuyo seno los nazis cometieron actos de barbarie absolutamente condenables pero que no deben confundirse con la cultura alemana. Y así, el hecho, por ejemplo, de que los nazis sintieran predilección por la música de Wagner no convierte en nazi la música wagneriana. Las culturas son los modos de vida de un grupo humano. Ese grupo humano puede llevar a cabo actos condenables. A lo que se refiere no son culturas sino ideologías y actos de barbarie amparados en esas ideologías.
«No se puede renunciar a la democracia liberal»
Dice Todorov que, en su obsesión materialista «comunismo y ultraliberalismo acabarían pareciéndose más de lo que pueda creerse a simple vista». Aunque, advierte, de ninguna de las maneras son la misma cosa. «Sí tienen un elemento en común, y es el hecho de reducir la complejidad del mundo a una sola dimensión y supeditar toda vida social a un solo principio». En el caso del comunismo, somete toda vida social o económica a la política de partido. En el caso del ultraliberalismo, se supedita toda intervención política a las exigencias del mercado. Todorov fue educado en la Bulgaria comunista, reconoce.
«El cambio es, en cierto sentido, más fundamental aún que el impuesto por la Revolución francesa. Esta última se contentaba con reemplazar la soberanía del monarca por la del pueblo, mientras que el ultraliberalismo pone la soberanía de las fuerzas económicas, encarnadas en la voluntad de los individuos, por encima de la soberanía política». Cree Todorov que es imprescindible que las instancias políticas determinen los límites de la
acción económica, del mismo modo que el poder del Estado no puede ser omnímodo: «Lo que hoy está en riesgo no es el capitalismo, sino la democracia liberal. La democracia liberal tiene la virtud de ofrecer una doble protección, pues defiende el interés común y la libertad individual. Y es esta doble protección a la que no queremos renunciar».
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