LAS CICATRICES DE LA INMIGRACIÓN (I)

Los chicos de las piernas invisibles

El Mundo, PEDRO SIMÓN. ENVIADO ESPECIAL, 04-10-2009

MUTILADOS POR LOS CAYUCOS / Unos sufrieron gangrena al ser atados a la barca durante días para que no se movieran. Otros tuvieron heridas que infectaron piernas y brazos. Ésta es la historia de aquellos chicos que se subieron a un cayuco porque tenían un sueño y acabaron amputados debido a un viaje infernal Los Cristianos (Tenerife)


Llegaron con sus hatillos de saldo y costurón y subieron al cayuco uno tras otro por su propio pie, con sus dos piernas de gacela intactas. Llegaron y se acurrucaron cagados de miedo al fondo del batel en la primera noche del mundo. Llegaron y partieron. Luego el mar hablaría con dientes de sal.


«Éramos 45. El viaje iba a durar tres días, pero al segundo vimos que no era así y muchos empezamos a llorar. Le decíamos al patrón que diésemos la vuelta. Murieron varios. Mis piernas estaban sumergidas debajo de las del resto. El cuarto día noté que algo me pasaba. Estaban aplastadas, hinchadas. El agua salada, unas heridas por el roce… El mar se estaba comiendo mis piernas».


El que habla es el marfileño Abdoulai Kanti, 26 años, quien perdió la extremidad derecha tras su viaje en cayuco desde Nuadibú. Uno más entre los que salen incólumes desde su país a buscar trabajo y llegan a España para ser amputados. Uno más de los lanzados a tierra a medias. Como si el mar escupiera una raspa hacia la costa después de un festín de días.


Decenas de subsaharianos sin papeles han tenido que sufrir la amputación de piernas o brazos tras una travesía del demonio. Llagas, infecciones, tajos con machete. O las heridas que acaban en gangrena y que sufre aquel chico despavorido que es amarrado con sedales por orden del patrón, para que deje de molestar.


«Hay algunos que son atados a la barca porque, al deshidratarse, tienen alucinaciones y empiezan a moverse», explica Carlos Arroyo, de Médicos del Mundo en Tenerife. «Se les hacen llagas. El agua salada se mezcla con el combustible del barco, y ahí se genera una sustancia corrosiva para la piel, incluso aunque no hubiera cortes ni traumatismos».


Que se lo digan al propio Abdoulai Kanti, que venía a comerse el mundo y casi acaba pasto de los peces. Aquel náufrago marfileño que ocupaba una habitación del hospital de La Candelaria era el paciente más enfadado del mundo.


«Un médico me dijo: ‘Ese pie hay que cortarlo, no se puede hacer nada’. Yo le contesté: ‘Antes de cortarlo, me vuelvo a África. Vine con dos piernas a buscar trabajo. Si no tengo la pierna, si no voy a tener trabajo, ¿qué hago aquí?’ Al final, me la cortaron sin mi permiso. No firmé nada. Cuando desperté, sentí que no tenía fuerza en el pie. Fui a tocarlo. Puse mi mano. El pie ya no estaba allí».


Entre la Cruz Roja y las casas de acogida, entre lo que sale y la manta, los héroes mancos van reconstruyendo el cuerpo. Abdoulai limpia cristales a diario y gana 450 euros al mes. Tiene permiso de residencia por motivos humanitarios hasta dentro de cinco meses. Luego, Alá dirá.


Damos con el guineano Boubacar Dialló en Los Cristianos (Tenerife), al que fuimos a estrecharle la mano derecha y tuvimos que ofrecerle la izquierda. Las secuelas de aquel viaje demencial de julio de 2006…


«Íbamos 140. Al tercer día se empezaron a levantar olas de siete metros. Para achicar el agua, uno se puso a cortar los asientos con un machete. A mí me cortó por el brazo derecho. Estuvimos 14 días. Unos mordían a otros porque se volvieron locos. Hasta 10 murieron y hubo que tirarlos por la borda. Muchos lloraban. Yo me echaba gasolina para parar la hemorragia. No podía caminar ni levantarme. Se infectó. En el pie me herí con un clavo. También se me infectó. También hubo que cortarlo».


A Boubacar le duele la mirada que ocupa la ausencia. La del antebrazo izquierdo. La de la pierna derecha.


Boubacar iba para matemático allí en Guinea, el más listo de la clase, un buen partido. A su Fátima, que ya cuenta con tres años, le iba a llevar todos los juguetes del mundo cuando volviera de aquel viaje a España que hizo «para salir todos de pobres», los seis hermanos y más. Pero los peluches van a tener que esperar: gana muy poco como traductor; espera desde hace un año el certificado de minusvalía que le daría acceso a los cursos y ayudas oficiales. No está para fotos Boubacar, no. Con su única mano enumera el horror.


«He visto mucho, sí. En el hospital conocí a un gambiano al que el patrón le ató un cordón al cuello para que no se moviera; el cordón le entró en la carne y le lastimó. Al senegalés Makan le ataron una pierna que luego hubo que cortar. A Amara, de Mali, le amputaron la derecha… No sé por qué atan. Dicen que quieren salvarte la vida. Creo que lo que de verdad quieren es que te mueras».


Lamine Djimkan no lo cuenta, pero él es de aquellos. Lamine, que tiene 29 años y muy mala pata. Lamine, al que los agentes siempre pillan con las gafas que vende porque no puede correr. Lamine, que se nos presenta con una carpeta llena de documentación como confeti mojado, una carpeta que viene a decir lo que casi ni sabe: que tiene caducada su residencia legal en España y que vuelve a ser un clandestino como cuando tenía las dos piernas.


«A los ocho días no había nada que comer ni de beber y todo fue peor. Ataron a algunos por el miedo y las peleas. Yo estaba muy cansado. La gente caminaba encima de mi pierna. Y se hinchó y se hinchó. Hasta que perdí el conocimiento». De los tres meses que estuvo en el hospital tras la amputación, recuerda que los dos primeros se los tiró llorando.


Volvemos con Abdoulai, al que dejamos lamentándose de su suerte en el hospital y que tardó un montón en contarle la verdad a madre.


- No puedo contarte, madre.


- Habla. ¿No eres un hombre?


«Y se lo conté. Ella empezó a llorar. Cuando pudo hablar me dijo que la culpa era suya, por animarme. Decía que yo todo lo hice para ayudar en casa y vivir mejor».


Abdoulai era taxista en Senegal. De regresar, cree que «ya no podría serlo». No por la prótesis. O sí. El caso es que Abdoulai le ha puesto la señal de libre a la pierna buena. Pero la vida frena a fondo.


Le ha pasado algunas veces. Para hacer de mozo de carga. O en una fábrica de automoción. O a la hora de postularse como peón. Lo siento, chaval, pero tú no puedes. Lo de siempre. La pierna, claro.


Así que de Tenerife se fue a Lérida y luego a Madrid, donde el Metro se le escapa porque el tipo llega tarde. Pero no hay mar ni dientes de sal.


Un buen día, cuando por fin asumió lo suyo, regresó al médico. Ya no gemía Abdoulai, ni siquiera decía que se quería morir como antes, ni cosas parecidas. Así que se lo pidió tranquilo, como quien acude a despedir a un familiar.


- Doctor, quiero ver mi pie.


Porque Abdoulai sueña. Sueña a menudo que tiene pie. Y aún le pasa que al despertarse se cae de la cama a veces. Porque cree que lo tiene ahí abajo y abajo sólo hay olvido.


elmundo.es


Vídeo:


Vea el testimonio de tres inmigrantes que sufrieron amputaciones

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