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Burka

El Correo, F. L. CHIVITE, 25-09-2009

N o soporto la visión de un burka, lo digo claramente. Me da escalofríos. Como saben, el burka es, presuntamente, una prenda de vestir afgana: una especie de túnica amplia que cubre todo el cuerpo de la mujer, desde la cabeza hasta los pies. Lo único que deja a la vista son las manos. Antes de la invasión de Afganistan sólo habíamos visto los burkas en foto. Parecían imágenes de otros tiempos. Pero en los últimos años han empezado a verse mujeres ocultas bajo el burka en todas las grandes ciudades de Europa. Y como digo, cada vez que me cruzo con una o más de esas mujeres, ya que, de hecho, nunca van solas, siento que estoy asistiendo pasivamente, y en medio de una dudosa tolerancia occidental, a un aberrante espectáculo de degradación y sometimiento inadmisible: algo que atenta contra la dignidad humana y que en el fondo me afecta de un modo que ni siquiera soy capaz de explicar. Como ya se imaginan, hablo de esto a propósito de Fatima Hsisni, la mujer que el otro día intentó declarar ante un juez de la Audiencia Nacional cubierta con un burka, y cuando se le pidió que mostrara su rostro respondió que sus creencias religiosas se lo prohiben. En fin. En lo que se refiere a las prohibiciones religiosas, las hay de lo más variado. Y algunas peores que ésta, claro. Personalmente las considero una forma ancestral de apaciguamiento y control de la colectividad, y en ese sentido han probado su eficacia a lo largo de la historia. Por eso la religión siempre ha estado muy al lado (y a la vez un poco por detrás) de todo poder, pero no voy a entrar en eso ahora. Además, cualquiera puede aducir en un momento dado y de manera astuta e interesada que sus creencias religiosas le obligan o le prohiben hacer esto o lo otro. No. El juez sencillamente le hizo saber que lo que ella piense, crea u opine no puede estar por encima de la ley, o tendrá que atenerse a las consecuencias. Y punto. De todos modos, lo malo de los burkas (y esto lo hago extensivo también a los burkas mentales), es que a menudo los defendemos como una opción. O como un signo identitario. Y eso es lo peor. Siendo como son el instrumento y el símbolo de una humillación y de un despojamiento de los derechos y la dignidad más elemental, los reivindicamos como propios. Decimos y creemos que los elegimos libremente. Y nos aferramos a ellos y los imponemos a nuestros hijos con una falta de visión y un miedo a la vida verdaderamente sobrecogedor. Es bastante terrible, pero bueno.

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