Filipinas cabe en un pequeño parque

El Mundo, QUICO ALSEDO, 30-08-2009

Más de un centenar de inmigrantes de este país se reúnen a diario junto a la Castellana Se sitúa en un pequeño parque de 40 por 30 metros, una pequeña superficie verde en la confluencia de las calles Raimundo Fernández Villaverde y Ponzano. Muy lejos del sureste asiático, en lo más cálido de la sartén mesetaria española, casi al lado de donde ardió el Windsor. Definitivamente lejos de los mares del sur, pero no por eso deja de ser un pedacito de Filipinas que se llena, todos los días en verano, de más de un centenar de nacionales del país asiático.


Familias de merendola, niños que corretean, adultos que juegan al parchís, otros que simplemente duermen al aire libre (y alguno lo que duerme es la moña). Es la Pequeña Manila madrileña, un pedazo de Filipinas frente a Azca, una especie de península subasiática en un territorio, el de Cuatro Caminos, casi íntegramente latinoamericano en lo que a inmigración se refiere: dominicanos, ecuatorianos, colombianos y, ahora, también filipinos.


En los comercios aledaños no saben muy bien de dónde han salido: «Es cosa de hace unos meses. Llegaron un buen día como un reguero de gente, y ahí siguen», explican en un bar cercano, que prefieren no identifiquemos «no por nada, por si se molestan. Ellos consumen, y en tiempo de crisis alguien que consume es un tesoro». Lo mismo opinan en el puesto de helados prácticamente contiguo a la Pequeña Manila, que abastece de chuches a los pequeños de ojos rasgados: «Son gente simpática, están a lo suyo, no molestan a nadie y compran».


La Pequeña Manila es, en realidad, prácticamente una república insular que consta de una metrópoli de unos 1.200 metros cuadrados, y varias subsedes, otros pequeños parquecitos contiguos, por los que se arraciman los filipinos cuando no queda espacio en el parque principal.


En el rectángulo verde, con otro espacio de arena en el centro, familias juegan al parchís (se ve que el parchís debe de tener tirón en Filipinas), algún veinteañero hurga en su portátil, grupos de adolescentes tontean, abuelos cotillean sobre lo que hacen los demás, algún señor solitario se bebe tres solitarias cervezas y en general hay un bullicio que uno, sin haber estado, supone de lo más subasiático.


No es oro humano todo lo que reluce, no obstante. Este periódico envía un fotógrafo a media tarde a captar el evento y los filipinos acantonados le reciben de uñas, obligándole a desistir, tal vez por invadir su pública intimidad en la República Filipina de Cuatro Caminos. Quizás el reciente crimen ocurrido en AZCA tenga que ver.


También objetan en uno de los bares más cercanos al parque: «Consumen y no molestan a nadie, pero me da la impresión de que alguien les ha puesto una denuncia, por ruidos o por algo, porque desde hace una semana son muchos menos. Aquí ha llegado a haber 150 filipinos un martes por la noche. El problema es que algunos, probablemente borrachos, se dedicaron un tiempo a pegar patadas a unas vallas cercanas y a mear por ahí».


Sigue el del bar: «En general, es un problema que no tienen dónde hacer sus necesidades. Mean en cualquier parte y eso fastidia a los vecinos. En mi bar es un desfile contante hacia el baño. Y dan un poco la lata: algunos se quedan ahí todos los días hasta las siete de la mañana. Son buena gente, pero no sé si es el sitio más adecuado».


Mientras, el vigilante de la obra de al lado, un latino de unos 50 años, ve la botella medio llena. «No hacen daño a nadie, se divierten y además se sienten como en casa. Es duro estar fuera de tu país, lo sé por experiencia». Son las 23.00 horas del viernes y el bullicio llena la Pequeña Manila de Madrid.

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