REPORTAJE: UNA SEPULTURA EN EL ESTRECHO

Náufragos de la pobreza

Un hombre recorre en un furgón blanco un pueblo de Marruecos. Los vecinos lo llaman el coche de las malas noticias. Busca a las familias de los inmigrantes que viajaban en la patera que zozobró trágicamente el pasado 29 de junio. Son los muertos del Estrecho

El País, JUAN DIEGO QUESADA, 09-08-2009

Otmane recorre con una furgoneta blanca las calles principales de Khemisset (Marruecos). En la guantera lleva un puñado de fotos. En ellas se ven a varios chicos jóvenes, retratados de frente, con los ojos muy abiertos y una gran cicatriz que les atraviesa el pecho, desde la garganta hasta el ombligo. Otmane, empleado de una funeraria gaditana, lleva toda la mañana buscando en esta ciudad pobre y polvorienta a los familiares de los 10 muertos en el naufragio de una patera frente al cabo de Trafalgar. Al llegar a un arrabal de las afueras, se baja del vehículo y toca en la puerta de un garaje. Al rato le abre una mujer con velo. “¿Es éste su hijo?”, le pregunta con la foto en la mano. A continuación mete la mano en el bolsillo y saca un segundo retrato: “¿Y ésta su hija?”.

El furgón tiene una sirena en el techo y lleva un cartel que dice: “Servicios Funerarios Judiciales”. Los vecinos miran con curiosidad. Nadie quiere que el desconocido llame a su puerta. A ese vehículo, muchos le llaman el coche de las malas noticias. Otmane trabaja para Sefuba, una empresa fúnebre que ha repatriado a unos 500 inmigrantes que han perdido la vida en el estrecho de Gibraltar. Hoy se ha acercado a las afueras de esta ciudad, de donde eran todos los que viajaban en la patera que naufragó el pasado 29 de junio. Contactó por teléfono con ellos hace días. Fue muy fácil. Las víctimas llevaban sus nombres y sus números de teléfono cosidos en el forro del pantalón o agujereados en el cinturón. A Otmane le toca en este momento mostrar las fotos tomadas durante la autopsia a los cadáveres.

La familia que visita ahora, numerosa, sin trabajo, vive en un garaje. Le abren la puerta al enterrador de sus hijos. En el interior están el padre y la madre de los muertos. Miran las fotos. No pueden creer que esos cadáveres con la boca cosida, bien peinados y los ojos a punto de salirse de las órbitas sean los hijos que parieron: Aicha y Mohamed Benamou, de 28 y 24 años. ¿Qué les llevó a lanzarse al Estrecho? El padre, El Mokhtar, un escayolista en paro, un artista de las molduras, avisa de que la historia es cruda. Aicha, la hija, tuvo una niña hace 18 meses con su novio. No estaban casados y todo esto se vio como una deshonra, una vergüenza. Lo mejor era contraer matrimonio. Pero el novio, cuando ya había fecha para el enlace, dijo que el recién nacido no era suyo y repudió a la muchacha. “No tenía trabajo, ni marido, ni nada. Nada”, dice El Mokhtar. En cambio, Mohamed aprendió el oficio de su padre y llevaba varios años empleado en la escayola. Mantenía a toda la familia. Estaba siempre muy justo de dinero. Y no paraba de escuchar que en España se ganaba diez veces más que en Marruecos. Le ardía en el interior ver a su familia viviendo en un garaje. Quería una vida más digna para los suyos. “El día antes de subir a la patera me contaron los dos que se iban. Yo no sabía qué estaban tramando. No lo habría consentido, sé que es muy peligroso. Pero es lo que ellos eligieron. Ahora sólo me queda enterrarlos dignamente”, dice el padre, que aún busca ayuda para poder costear los 5.000 euros que cuesta la repatriación de los dos cadáveres.

Aicha y Mohamed están guardados en una cámara frigorífica, a cuatro grados bajo cero, en el sótano de la funeraria de Los Barrios (Cádiz). Por esta cámara ha pasado el 90% de los inmigrantes que han perecido en el Estrecho desde 1999. La funeraria pertenece a Martín Zamora, un murciano de 48 años que llegó a este pueblo sin un duro en el bolsillo, casi por puro azar. El primer día que apareció por aquí se tomó un café en un bar y se dio cuenta de que no podía pagarlo. Tuvo que simular que había perdido la cartera en un descuido. Venía de trabajar en otra empresa funeraria de la que fue despedido. Dice él que por celos del hijo del jefe. “A ti tu padre te montó una empresa y eres rico. Ése es tu mérito. Él mío va a ser crear mi propia compañía”, le retó el día que abandonó la oficina. Las ganas de superar a ese niño de papá es el combustible que ha llevado a Zamora a embarcarse en proyectos demenciales. Caminando un día por Los Barrios vio una parcela y de inmediato le pidió al Ayuntamiento que le cediesen los terrenos para montar un tanatorio. Un concejal pensó que era una buena idea. Se buscó un socio capitalista y después de un par de años difíciles, el hombre que no tenía ni para pagar un café era el director de una funeraria con quince empleados a su cargo.

Martín Zamora es un superviviente. Durante los primeros años el negocio estaba algo estancado. Había mucha competencia con las funerarias de Algeciras. Entonces se compró una ambulancia y un coche fúnebre. Fue una inversión muy fuerte. Zamora se pasaba el día enchufado a la emisora de los servicios de emergencia y en cuanto escuchaba que había un accidente con víctimas se presentaba en el lugar. Algo parecido a lo que hacen las grúas que se apostan en los tramos de las carreteras donde hay más accidentes. Si la persona estaba herida la llevaba al hospital. Si estaba muerta, esperaba hasta el levantamiento del cadáver y se hacía cargo de él.

Pero en realidad lo que le convirtió en un personaje de película (de hecho se hizo en 2008 un filme basado en parte en su vida) fue una tragedia que ocurrió a finales de 1999. Una patera zozobró en las costas gaditanas y murieron 17 marroquíes. En esa época, ninguna funeraria se hacía cargo de los cadáveres y no se hacían muchos esfuerzos por identificarlos. Zamora se presentó en la playa y se quedó con los cuerpos, con la autorización de un juez. Se puso en contacto por casualidad con algunos familiares de los muertos y descubrió que la mayoría de los ocupantes de la embarcación eran de la zona de Beni Mellal, en la región de Tadla – Azial. No se lo pensó dos veces y allí se presentó. Fue aldea por aldea con las pertenencias de los cadáveres y poco a poco fue encontrando a los familiares. Cobraba una media de 2.500 euros, cuando lo normal por una repatriación son 6.000. Los vecinos hacían recolectas de dinero. “Unos los cobraba y otros no. Era gente muy pobre y no todos podían costearlo. A veces se cobra de fundaciones y asociaciones solidarias de allí”, cuenta Zamora en la cafetería de la funeraria. Así se hicieron, tras las pruebas de ADN, las primeras repatriaciones de unos cadáveres que estaban destinados a ser olvidados para siempre.

El estrecho de Gibraltar, de unos 14 kilómetros, es un enorme cementerio. Es imposible saber cuánta gente ha muerto en sus aguas. Muchos creen que si se pudiese desecar el mar entre Marruecos y España se encontraría un suelo plagado de cadáveres. La implantación estos años del Servicio Integral de Vigilancia Exterior (SIVE) ha hecho que las llegadas de pateras a Cádiz haya descendido un poco en comparación con hace una década. Sin embargo, las peores tragedias siguen ocurriendo en sus costas. En lo que va de año han muerto una veintena de inmigrantes y según los supervivientes han desaparecido el doble de personas.

Nadie olvida lo que se conoce como la tragedia de Rota. Ocurrió en octubre de 2003. Treinta y seis ocupantes de una patera murieron ahogados frente a las costas tras volcar. Un golpe de mar de unos cuatro metros dio al traste con el plan de viaje de la expedición. Los dos primeros cadáveres tardaron dos días en aparecer. Desde ese día, el mar fue dejando los cuerpos en la costa de manera ininterrumpida durante dos semanas. Los bañistas dejaron de acercarse a esa cala. Era demasiado el horror de ver cómo, de repente, las olas escupían a la orilla un cadáver. El caso creó una gran controversia política, ya que los servicios de emergencia tardaron casi una hora en socorrer a los ocupantes. Martín Zamora fue quien se hizo cargo de los cuerpos.

El funerario pudo, junto a la Guardia Civil, identificar a la mayoría de los muertos. Salvo 13. Los 13 de Rota. Después de pasar varios años en la cámara frigorífica del tanatorio de Los Barrios, una juez ordenó que fuesen enterrados en el cementerio del pueblo. Allí siguen. Son nichos de cemento, austeros, espartanos. Llaman la atención sobre los otros nichos repletos de dedicatorias y poemas cursis grabados a cincel sobre el mármol. No tienen flores ni jarrones vacíos. Ni rastro de flores secas. Ni siquiera las de plástico que duran tanto tiempo. El encargado del cementerio, hace poco, se subió a la escalera para retocar las palabras “Náufragos de Rota” que estaban escritas en el nicho. Pero escribió una N tan grande que sólo cabían otras dos letras y dejó la abreviatura “Nuf Rota”.

Tras la tragedia, las administraciones aseguraban en la prensa que iban a pagar todos los gastos de las víctimas. Tardaron varios años en hacerlo, hasta que Zamora protestó públicamente y al fin cobró algo más de 450.000 euros. Los cuerpos de los no identificados estuvieron hasta tres años en las cámaras frigoríficas. El empresario emitió una factura con el precio de la cámara a 65 euros por día y cadáver.

Cuenta una leyenda urbana que los cuerpos que nunca son identificados acaban siendo donados a la ciencia. No es cierto. El 10% de los náufragos nunca se llega a identificar. Es una fantasía que terminen en una facultad de medicina o un hospital. Al cabo de un par de años, y con autorización judicial, el cadáver debe ser enterrado en el municipio en el que apareció. Con una enorme D, de desconocido, y la fecha en la que murió. En la soledad.

Es mediodía y encima de la puerta de la sala de tanatopraxia de la funeraria de Los Barrios hay escritos unos versos en árabe del Corán. Hace años que Martín Zamora se convirtió al islam, aunque no cree en Dios ni reza nunca. Construyó una mezquita junto a la funeraria. Así es Zamora. Asegura, una vez que pisa el interior de la sala, que tiene miedo de los muertos. “No aguanto estar yo solo en el tanatorio. A veces he escuchado algo y he tenido que salir corriendo, dejando todo abierto”, cuenta. En el interior de la cámara frigorífica guarda varios cuerpos que aún están sin entregar, entre ellos los de Aicha y Mohamed, los chicos que buscaban algo mejor que vivir en un garaje. Accede con reparos a fotografiarse en el interior. Ahí también están, dentro de unos ataúdes de madera y cinc, los restos de otros cuatro náufragos de hace un par de años. Nadie sabe quiénes son, de dónde vienen. No son nadie.

Al día siguiente, Zamora viaja a Marruecos con un guardia civil para recoger las muestras de ADN de los fallecidos en el naufragio frente al cabo de Trafalgar. Al llegar al puerto de Tánger se descubre un inmenso caos de coches y personas. “Bienvenido a vuestro país”, reza en un cartel de la entrada. El mismo por el que deberán cruzar los féretros de los fallecidos dentro de una semana.

Hamed trabaja en el puerto desde hace décadas. Es un estibador de 68 años. Manos fuertes, ásperas, barba blanca. Ha visto centenares de náufragos volver al país dentro de una caja de madera. Asegura que no puede reprimir torcer el gesto cada vez que ve una. “La pobreza te hace ser un esclavo. Vive libre o muere. Es lo que piensan esos chicos que se lanzan al mar con una lancha neumática”, dice, y señala al Estrecho, al que a él le gusta llamar “el tragahombres”.

A la puerta del consulado español en Tánger esperan los familiares de los fallecidos, que han sido trasladados desde su ciudad en la furgoneta de la funeraria. Pasan de dos en dos a una sala, donde la Guardia Civil les coge muestras de saliva con un bastoncillo de algodón en presencia del funerario Zamora. Mientras esperan, los reunidos comentan a EL PAÍS que este viaje que hicieron sus hijos nunca deberían haber existido. Que el décimo cuerpo, el de Aicha, fue encontrado por unos pescadores a cuatro millas de Los Caños de Meca, en un avanzado estado de descomposición. Que qué demonios hacía su hijo en una patera, se pregunta una madre, cuando era propietario de una tienda de alimentos en el centro de Khemisset y, además, tenía una vida digna. “Ahora no queda ni siquiera la vida”. Que tres de los que iban les obligaron a tirarse, a nadar contra la mar brava, terrible. Que al menos han sido detenidos y están en prisión preventiva.

A las tres acaban todos los trámites y, uno a uno los familiares van subiendo al furgón de la funeraria. La blanca, la de sirena en el techo y a la que nadie quiere nunca subirse ni que se aparque frente a su casa. Van de vuelta a casa.

Aicha y Mohamed serán repatriados dentro de una semana, cuando se cotejen sus identidades con las muestras de ADN. Llegarán al puerto de Tánger, donde les recibirá un gran cartel que les da la bienvenida a su país. Lo harán cerca, muy cerca, donde se embarcaron con la idea de volver y no tener que ver cómo los suyos vivían en un garaje. Vive libre o muere, pensaron, quizá, antes de partir.

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