Para vivir mejor

Deia, Karlos Ordóñez Ferrer , 21-07-2009

VIVIMOS bien. En general vivimos bien. Es a otros a quienes angustia la supervivencia diaria. Vivimos con poca inquietud en lo inmediato. En dos palabras, somos miembros de una sociedad de relativo bienestar. Y sin embargo, el termómetro del miedo queda reflejado en algunos medios de comunicación. Los rostros dibujan gestos de crispación. ¿Qué pasa?

Es un barrio de Trapagaran parte del vecindario lanza consignas y cuelga carteles contra una familia gitana. “Es una familia conflictiva”. El marido tenía antecedentes penales. En una ocasión robó chatarra. En otro barrio de Errenteria, doscientos vecinos acosan comercios de inmigrantes porque “el Ayuntamiento tiene el barrio abandonado desde hace años”, como si la Corporación municipal estuviera en manos de ciudadanos marroquíes. En otra zona de la misma localidad, la mayoría de los vecinos se opone de manera rotunda a que se instale una oficina de información sobre cuestiones de extranjería y derechos humanos. “No queremos que venga la delincuencia”, dicen al unísono.

Los problemas sociales existen. Siempre han existido. Las asociaciones de vecinos han luchado históricamente por mejorar las condiciones de vida. Y ahí hemos participado. Fueron un puntal en la lucha por la democracia. ¿Lo recuerdan? Pero hoy, cuando desde alguna tribuna se señala a una minoría étnica o cultural como la culpable de nuestros miedos y se la acosa e insulta, eso tiene un nombre muy incómodo de escuchar. Y muy incómodo de decir. Racismo. Y haberlo dicho nos ha supuesto sufrir reacciones de animal herido por parte de algunas personas. Pero también ha supuesto confundir al monstruo. Obligarle a parar. Las personas de buena voluntad recapacitaron, reflexionaron y recondujeron. Mereció la pena llamar esas actitudes por su nombre.

La conexión automática y burda que se hace de inmigración y delincuencia es una de las fuentes de la que bebe la extrema derecha sociológica. Aquí y en Italia. En los años ochenta aquella generación que sucumbió bajo la aguja del caballo era tan autóctona como usted, estimado lector. La inseguridad ciudadana es algo que va de la mano de la decisión que tomamos de vivir de manera grupal. Y afecta a todas las personas. También a las venidas de fuera. Por ejemplo, el desempleo se ceba con más saña en ellos y ellas. El paro además les expulsa incluso de la periferia de nuestra sociedad. Los arroja al camión de la basura de los nadies. Y ahí tienen que sobrevivir, rodeados de amenazas y sospechas. Las personas que han venido de lejos y se han instalado entre nosotros son víctimas de un injusto sistema mundial de inequidad económica. Muy pocos emigran por el placer de conocer nuevos paisajes. Algo que además es un derecho que hemos ejercido desde la existencia del ser humano. Todos somos africanos que nos hemos ido destiñendo con el paso de los siglos y de los pasos. El miedo al ajeno ha ido aumentando conforme ha aumentado un imaginario alimentado de titulares de prensa, exageraciones, sensaciones, mentiras, irresponsables declaraciones de políticos irresponsables. La alarma vivida ha llegado a tal nivel que se sospecha del que argumenta con cifras, del que acoge con hospitalidad, del que procura introducir elementos de cordura en ese manicomio colectivo.

La inmigración es tolerada por la sociedad y por los poderes públicos en la medida en que ponga parches a nuestra Seguridad Social. Se acepta si aporta algo de colorido o si cuida a la abuela por poco dinero. Cuando la crisis aumenta esa tolerancia se reduce. Cada vez estorban más los acentos distintos. En épocas electorales compiten los partidos políticos en poner obstáculos a la inmigración en su carrera contra la muerte. Eso da votos. Da votos culpabilizar a los colectivos más frágiles de la rotura de mi espejo retrovisor. Da votos endurecer la ley de extranjería.

Nos cruzamos en la acera con el inmigrante y sentimos miedo sin querer saber que él o ella tiene pánico de nuestra reacción. La comunicación se rompe de nuestro lado y armados de prejuicios y estereotipos le culpabilizamos de todos nuestros problemas sin querer atender a más voces que a nuestra propia consigna xenófoba, sin quererlo ser, pero siéndolo.

No nos afectan los numerosos insultos recibidos estos días. Tenemos muy claro cuál es nuestro cometido. Estar del lado de los ninguneados. Tender puentes. Llamar a las actitudes racistas por su nombre aunque incomode. La reacción a esa incomodidad ha de reencauzar los esfuerzos por hacer sociedades más habitables, más humanas, menos crispadas y más solidarias.

Vivimos bien. Y podríamos vivir mejor si espantáramos esos fantasmas de nuestras cabezas y con mayores dosis de empatía tendiéramos las manos a los que vienen. Como a nosotros nos gusta que nos las tiendan cuando vamos.

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