Decenas de mujeres subsaharianas se prostituyen en Marruecos antes de intentar pasar de forma ilegal a Europa

El Periodico, 06-06-2009

Ismael se lleva las manos a la mejilla cuando revive las imágenes de Precious y su hija de cinco años. Fueron enterradas en el 2008 en un pobre cementerio de Alhucemas, junto a otros 11 cadáveres, después de que ella pasara varios años condenada al comercio de esclavas. Salió de Nigeria empujada por una red de trata de blancas que la explotaría sexualmente hasta pagar una deuda de 40.000 euros a cambio de tocar el soñado dorado. Ni pagó la deuda, ni alcanzó la libertad, ni siquiera logró cruzar a Europa con vida. Madre e hija murieron ahogadas.
Es el precio de la pobreza que no está dispuesta a asumir Salimata. «Quiero regresar a mi país cuando ahorre dinero», manifiesta. Su país es Mali, donde fue reclutada por estas redes de nigerianos que la engañaron prometiéndole un viaje duro pero con perspectivas de futuro en Occidente. Dos años después, es mercancía de proxenetas en un país como Marruecos, donde la indefensión se multiplica por estar indocumentada y ser negra.
Preservativo
«Nuestra función no es la de sacarlas de la red. Les ofrecemos preservativos e intervenimos en casos de enfermedades y de agresiones», explica a EL PERIÓDICO Jorge Martín, director de Médicos sin Fronteras (MSF) en Rabat, una de las pocas organizaciones que trabajan con inmigrantes clandestinos.
¿Cuánto tiempo? ¿Tienes suficiente con esto? ¿Por cuánto dinero? Salimata, de 30 años, tuvo que acostumbrarse a estas preguntas de sus clientes, entre seis y ocho al día. «Los marroquís pagan mejor que mis compatriotas, pero los subsaharianos son menos salvajes», confiesa con los ojos hundidos de resignación. Se descamisa y muestra los cortes en el pecho: «Esta es una cicatriz de un cuchillo que me clavó un hombre mientras me violaba».
Fue uno de los muchos incidentes que sufrió en los bosques de Oujda, ciudad marroquí fronteriza con Argelia, donde permaneció secuestrada algo más de un mes y sometida a violaciones sistemáticas por parte de los grupos de subsaharianos. «Gracias a Dios que no me quedé embarazada», continúa Salimata llevándose la mano a la frente. Para ella, como para el resto de las mujeres , la explotación, la prostitución y el maltrato comenzó cuando salió del país de origen y siguió en todo el camino. «Abusan de ellas hasta el destino, Europa. Nadie hace nada en el país de tránsito; la gente que se dedica a esto actúa con impunidad», asegura Martín. Cree que sería más fácil luchar contra el tráfico de estas mujeres en España, donde las autoridades «sí tomarían medidas».
Ser prisionera de las redes de trata significa vivir encerrada bajo llave en casas clandestinas, sin vida social, ser humillada, caminar perseguida y controlada por el proxeneta, depender de los otros, acudir a las llamadas de los clientes a cualquier hora, quedarse embarazada, abortar, enfermar… «Es sentirse recluida en un mundo sin derechos por ser mujer», señalan fuentes de Cáritas en Tánger, organización que las ayuda con comida, ropa, o medicamentos.
El dinero, al jefe
Salimata dejó a sus tres hijos en Mali para los que ahorra prostituyéndose. No es gran cosa. Solo recibe del patrón 30 euros al mes para sus gastos. Lo que gana por cada cliente se lo entrega íntegro al jefe. «Unos 40 euros dejan los marroquís que sienten curiosidad por las mujeres negras; 10 euros, los subsaharianos», dice con voz desganada. Sus pequeños, huérfanos de padre, están a cargo de los abuelos, «que piensan que me dedico a limpiar casas. No les puedo decir que me prostituyo». Pasó por cuatro meses de travesía hasta llegar a Marruecos, ocho días cruzando buena parte del desierto a pie.
Salimata malvive en un pequeño cuarto, con forma de zulo, de un barrio popular de Rabat. El techo se alcanza aupando un poco la mano. No tiene ventanas. En los apenas 20 metros cuadrados donde recibe a los clientes hay una mesa medio rota, una cama y un precario fregadero. «¡Nunca más voy a sus casas porque luego me esperan varios hombres que ni siquiera pagan…!», exclama. Pega un brinco, sobresaltada, tras recibir una llamada al móvil. Respira tranquila al saber que no se trata del patrón. «Es un amigo para esta noche», afirma. Pero mira el reloj con inquietud. Se acerca la hora de regresar al zulo. Antes de bajar del coche con cristales ahumados, echa una ojeada a su alrededor por si alguien conocido la puede descubrir sincerándose con nosotros.

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)