CIBERDIARIO DESDE YEMEN

Cabezonería de la vida

Refugiados somalís aspiran a trabajar en una oenegé para huir de la desesperanza

El Periodico, , 18-05-2009

JAVIER Sancho

“Cuando llevas tanto tiempo viviendo en un campo de refugiados, aprendes a ser el primero en muchas cosas”, me dice un muchacho somalí. Lleva viviendo aquí desde niño. Me quedo asombrado de su inglés. Recibió pocas clases pero parece salido de Oklahoma. Él se ríe con cierta tristeza, y me dice que, aun así, no le dan trabajo.
Muchos jóvenes y mujeres somalís aspiran a trabajar para las organizaciones humanitarias que les atienden. Algunas le dan al responsable del campo cartas de recomendación que en algún lugar de Somalia escribieron otros responsables de oenegés con las que trabajaron. Para los hombres, la otra opción es irse a Adén a limpiar vehículos. Para las mujeres existe la posibilidad de ser empleadas domésticas. Y luego está lo otro, claro: para los hombres, la delincuencia; para las mujeres la prostitución. A veces, se invierten los papeles.
Muchos se quedan en el campo. Asisten a cursos, talleres, pero apenas les da para ganarse la vida. La comida, que nunca sobra, la reparte a ratos el Programa Mundial de Alimentos. Y aparte de eso, nada más. La vida no es nada más. Si tienes hijos, los cuidas, los tratas de alimentar lo mejor posible. Pero no puedes trabajar en Yemen legalmente, casi nunca. Entonces, ¿qué esperan?
El responsable del club de jóvenes no duda: “Ser acogidos en un tercer país”. Muchos han oído que Canadá tiene un buen programa de acogida. Pero el coordinador de seguridad del campo, un joven ecuatoriano, nos devuelve a la realidad cuando dice que es para una minoría tan poco significativa que esa esperanza es casi nula. Y lo puedes ver en las caras de las mujeres que te dicen:
“Aquí tuve a mis hijos, aquí me he quedado, y vine hace 12 años”.
Voy a entrevistar a una mujer que acaba de quedarse viuda. La costumbre islámica es que deberá estar tres meses y unos días encerrada en casa. Sus vecinas deberán ayudarle a conseguir la comida para sus hijos. Tiene cinco pequeños y un par de vecinas que ya la están ayudando.
Su casa en el campo de refugiados es muy pobre, pero dispone de tres colchones en los que nos sentamos para conversar. Si me preguntan si la veo triste, digo que sí. Si me preguntan cuánto de triste, no sabría decir. Es que es algo extraño. Me explica que el hombre se quemó mientras preparaba un té y salió ardiendo sin que nadie pudiera evitar que muriese. Pero una vecina me cuenta que, en realidad, se suicidó. Un fenómeno habitual, según dicen, en el campo. Pero son los hombres, generalmente, los que lo hacen, no las mujeres.
Ante la desesperación de no poder avanzar, ante la falta de esperanza, ante los días sin hacer nada más que esperar a que algo suceda, muchos hombres no pueden digerir la mirada de sus hijos y este sol que se vuelve más ardiente en verano, y deciden suicidarse. Claro que hay miles de razones para hacerlo, y quizá muchas menos para no hacerlo. Al menos yo no las podría encontrar aquí, si uno no tiene una fe en lo invisible, si uno no espera lo imposible, si uno no se olvida de la razón un poco, aquí no hay forma de sobrevivir.
Las mujeres sí. Y uno puede recurrir a los tópicos. Decir que porque son más fuertes, más prácticas, porque tienen a los hijos. No sé qué les hace seguir… iba a decir adelante, pero en este caso, quería decir seguir ahí, en el mismo sitio, en la desesperación de no moverse. Creo que son la vida misma, empeñada en no morirse. Que es la cabezonería de la vida. Y si ellas siguen ahí, sin nada, con la espalda recta, uno no tiene derecho a no creer en la esperanza. Por la pura cabezonería de la vida.

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