«Nunca más»
La Verdad, , 13-05-2009Todas las mañanas, de camino a mi cafetería favorita para tomar un solo y una tostada con tomate y aceite de oliva, paso por un jardín con columpios y bancos, y con un muro en medio del cual hay una esvástica de neón. Alrededor del símbolo hay un círculo dibujado con torpeza al que atraviesa una línea inclinada, como en un signo de «se prohíbe fumar», como si dijera «se prohíbe la limpieza étnica». O «por favor, cierre sus cámaras de gas al entrar».
Me importa poco que, debajo, estén escritas con claridad las palabras «Anti – Fascista. Racismo No.» Yo sólo veo la esvástica.
Al ser una estudiante estadounidense en un intercambio universitario, sabía poco del auge de movimientos antifascistas en Europa, y, al ser judía, soy hipersensible hasta a las reliquias simbólicas de la ideología nazi. Un día, después de clase, me senté en la cantina de la universidad con un grupo de estudiantes españoles. En mi pequeño español, les pedí que me explicaran el significado del grafito. Luego pregunté por el símbolo. Uno de los estudiantes sacó un bolígrafo de su mochila y dibujó una esvástica en una servilleta de papel. La miré fijamente unos segundos, y entonces pregunté, «¿Sabes qué es eso?»
«No te preocupes», explicó. «La esvástica ya no es sólo el símbolo de los alemanes nazis de la Segunda Guerra Mundial. Ha llegado a convertirse en el símbolo de todos los fascistas de Europa. Por eso la tachan, para mostrar que están en contra de todo eso.» Asentí con la cabeza: entendía muy bien sus palabras, pero el mensaje general seguía escapándoseme. «Ves», continuó. «La gente ya casi no relaciona la esvástica con el holocausto. No va de los judíos. Es más como un símbolo universal.»
Me quedé sin habla, ahogándome en una súbita incapacidad para recordar palabras en mi propia lengua, mucho menos en una de la que tengo un vocabulario limitado. En la ciudad de mi infancia, era de lo más emocionante garabatear una esvástica en la esquina del cuaderno de matemáticas y, luego, emborronarlo violentamente con el lápiz, gastando la punta, antes de que nadie lo viera. Pero, incluso una sólida caja de grafito rodeando el símbolo no era nunca suficiente para esconder el pecado. Aprendimos muy pronto que este símbolo era malo.
Era peor que escribir «pene», o incluso «follar». Años antes de que pudiera empezar a descubrir lo que significan de verdad las implicaciones de una esvástica, se me enseñó a odiar su presencia. Hago una mueca de disgusto siempre que veo su imagen, hasta en el contexto de libros de texto de historia o de películas sobre la Segunda Guerra Mundial.
«¿Cómo es posible que estudiantes inteligentes y con conocimiento del mundo crean que la esvástica no se refiere a los judíos?» me preguntaba. Ese día, de regreso a casa tras las clases, reflexionaba sobre cuánto me habría gustado responder si no me hubiera vuelto transitoriamente muda, con demasiadas ideas nadando en mi mente y demasiada consciencia de mis infantiles construcciones gramaticales en español. Y entonces me di cuenta de que no necesitaba entender en profundidad el condicional o el subjuntivo para explicar por qué, sin la más mínima duda, yo sabía que él estaba equivocado. «Nunca más.»
«Nunca más» era el mantra de los pocos judíos supervivientes del Holocausto, y esta frase ha permanecido con nosotros a lo largo de las tres generaciones de niños judíos que los siguieron. Nunca podemos usar ese símbolo de ninguna manera, ni tachado ni solo, porque reproducirlo en cualquier sitio disminuye su significado. Disminuye las muertes de seis millones de judíos que fueron exterminados sistemáticamente. El paso del tiempo inevitablemente disminuye la intensidad de los sentimientos por las atrocidades cometidas contra nuestros antecesores, razón por la cual necesitamos mantener sagrados los símbolos.
Lo que más me asusta es que cada día que paso por el muro del jardín, la presencia de la esvástica me perturba cada vez menos. Me aterroriza el día que ni siquiera la veré.
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