Espaldas quebradas

ABC, 10-03-2009

NO conseguía quitarse la imagen de la cabeza. Ni a pesar de haber asistido cuando era un niño a espectáculos de contorsionismo, se podía imaginar que la espalda de un niño era capaz de doblarse hasta formar un ángulo recto. Lo había visto en la tele. Una patera había llegado a la costa de Lanzarote con cerca de 30 seres humanos desesperados por abandonar la miseria de sus países de origen.

El nerviosismo y alegría que generaba llegar a la tierra prometida hacía que muchos de estos inmigrantes se pusieran de pie, lo que provocaba que la patera volcara y sus integrantes cayeran al agua. Llegaban tan cansados y entumecidos por el frío que, sumado a su poca habilidad para nadar, hacía que cayeran a plomo a las profundidades del mar y se ahogaran a pesar de encontrarse a escasos metros de la orilla.

En esta ocasión, entre las víctimas se encontraban 16 niños y una mujer embarazada. Todo ello ante la atenta mirada de unas cuarenta personas que contemplaban la escena desde la orilla y de las que tan sólo una de ellas tuvo el valor y la dignidad de lanzarse al agua para salvar a algunos de estos niños. Su nombre era Christian Hunt, un vecino de Lanzarote de nacionalidad uruguaya que se lanzó al mar con dos tablas de surf y consiguió que seis niños no siguieran la suerte del resto de los ahogados. Christian acabó con las manos negras de frío. El resto con las manos calentitas en los bolsillos.

«Ponte en su lugar», le dijo un amigo. «El mar estaba embravecido y también podían haberse ahogado». Era una buena excusa. Siempre había una. Algo que cuadraba en la sociedad egoísta en la que vivíamos y en la que la heroicidad se cotizaba a la baja. Además, se trataba de inmigrantes subsaharianos, un eufemismo con el que denominábamos a los negros. Porque la realidad es que toda una ciudad, Sevilla, se había movilizado ante la triste y lamentable desaparición de una joven española, Marta del Castillo, presuntamente asesinada por su ex novio. Se trataba de una de las nuestras, pero tan sólo un ciudadano de Lanzarote, había sido capaz de movilizarse por una treintena de negros.

El resto había dejado el trabajo a los de siempre, la Guardia Civil y la Cruz Roja, que para eso les pagábamos, para que recogieran nuestras vergüenzas. El sargento Machín, responsable del Grupo Especial de Actividades Subacuáticas de la Guardia Civil, explicaba compungido que «ver un cuerpo flotando te entristece enormemente, sea de un pescador, de un inmigrante o de un vecino cualquiera, pero si además es un niño, no hay descripción posible».

Machín y sus hombres tuvieron que bucear para recuperar los cuerpos. Unos cuerpos que al subirlos a las zodiac se doblaban como sacos de patatas, unas espaldas que habían perdido todo rigidez y se quebraban totalmente como si fueran las de un muñeco roto. «Se hundieron como piedras hasta el fondo», señaló el sargento. «Cuando bajamos a rescatarlos, los encontramos abrazados unos a otros. Sus rostros estaban serenos». Seguramente, no se podría decir lo mismo de los rostros de quienes contemplaron la tragedia y no hicieron nada por evitarla.

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