El viaje de Elena
Con sólo 18 años dijo adiós a su país, Ecuador, y emprendió una aventuraque le ha llevado al finala asentarse en Gipuzkoa
Diario Vasco,
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21-02-2009
DV. En el diccionario de los sentimientos desgarro ha sido siempre el mejor sinónimo de emigración. Desgarro es lo que se siente al dejar la tierra en la que uno ha nacido para embarcarse en una aventura de futuro incierto en un país del que nada se sabe. Desgarrador resulta decir adiós a familiares y amigos que le han visto a uno crecer, reír y llorar sin saber a ciencia cierta si será posible volver a verlos. Y desgarradora es, en definitiva, la impresión de orfandad que se apodera de todos los emigrantes cuando han dado ya el primer paso y la incertidumbre empieza a asaltarles. ¿Hice bien en irme? ¿Seré capaz de superar todas las dificultades? ¿No estaré aún a tiempo de regresar?
Elena Castillo se hizo cientos de veces esas mismas preguntas durante la etapa inicial de su estancia en España. «Ya en el primer vuelo que tomé en Ecuador para dirigirme a Madrid sentí una angustia terrible y en cuanto empezó a despegar me entraron ganas de gritar ‘paren el avión que me quiero bajar’. Luego fue peor porque tenía un billete abierto que me daba la posibilidad de regresar en tres meses y durante todo ese tiempo estuve dudando. Unas veces pensaba que lo mejor era quedarme pero al minuto estaba convencida de que me tenía que volver. Pasé una etapa horrible, no podía ni dormir y llegué incluso a temer por mi equilibrio mental».
El idioma
Cuesta imaginarse a Elena presa de uno de esos ataques de ansiedad mientras narra su peripecia recostada en un sillón de la asociación Esperanza Latina en San Sebastián. Cualquiera que la viese diría que es la viva imagen de la serenidad. Su voz sosegada y la placidez de sus ademanes hacen que transmita una sensación de madurez superior a la de sus 31 años. «Soy la pequeña de una familia de seis hermanos y nací en Machala, una ciudad costera del sur de Ecuador. Estudié bachillerato y luego terminé administración y comercio antes de entrar a trabajar en una empresa de comunicaciones en el mismo Machala».
Nada en los primeros años de la trayectoria vital de Elena invitaba a pensar que su futuro iba a estar lejos de su país. Ninguno de los componentes de su familia había abandonado Ecuador y ella ni tan siquiera se lo había planteado en su etapa de estudiante. «Conocía a gente que se había marchado años atrás a Estados Unidos pero la experiencia no me atraía. Los que estaban allí hablaban de un país muy frío y no sólo por el clima. A la barrera del idioma se sumaba que la integración de la población de origen latino era casi imposible».
Por los años en que Elena terminó sus estudios, Europa se incorporó a la lista de destinos preferidos del creciente contingente de emigrantes ecuatorianos. Algunas amigas ensayaron con países como Italia y España. «Me enviaban cartas en tono muy optimista; que si en Europa se estaba muy bien, que si iban a empezar a estudiar… En aquel entonces – aclara – para mí lo de cambiar de país tenía más que ver con la aventura que con la falta de recursos».
Pero la realidad se fue imponiendo poco a poco. Elena empezó a ser consciente de que el deterioro acelerado de la economía ecuatoriana hacía poco probable que prorrogasen su contrato en la empresa donde trabajaba. Así que poco después de haber cumplido los 18 años reunió sus ahorros, pidió dinero a su familia y se compró un billete con destino a Madrid. «Para mi mamá, que tiene unas convicciones religiosas muy profundas porque es testigo de Jehová, fue un gran golpe. Me decía: ‘piénsatelo porque allí nadie sabe lo que te vas a encontrar y aquí al menos nunca te va a faltar una casa y comida’».
El 27 de noviembre de 1997 Elena aterrizaba en Barajas. Sólo llevaba los 3.000 dólares que le habían exigido para poder entrar en Europa como turista y el billete abierto con una caducidad de tres meses. «En el aeropuerto nevaba y yo no tenía ni una chaqueta. Ya me habían dicho que hacía frío, pero es que para mí el concepto de frío pasaba por una temperatura de 12 o 13 grados, que era lo mínimo que podía hacer en Machala».
Pasó los primeros días en casa de una compatriota mientras empezaba a familiarizarse con Madrid. «Fue una etapa de descubrimiento e incertidumbre. Descubría una ciudad nueva, otra cultura, otras costumbres pero al mismo tiempo me angustiaba porque no terminaba de encontrar trabajo en lo que había estudiado y la fecha de caducidad del billete de vuelta estaba cada vez más cerca». La constatación de que en Ecuador las cosas no mejoraban y la determinación que le proporcionaba su juventud terminaron de disuadirle. La puerta del regreso quedó definitivamente cerrada y Elena consiguió trabajo en una casa de Madrid.
Fueron poco más de tres años de los que guarda un recuerdo agridulce. El trabajo en el servicio doméstico no le asustaba pero no terminaba de encajar en la ciudad. «Madrid me resulta demasiado grande y fría. Recuerdo un episodio que me impactó mucho. Una señora envuelta en un abrigo de pieles se tropezó al salir de un vagón del tren y quedó tendida en el suelo. Yo me acerqué y le ofrecí la mano para ayudarla a levantarse pero me miró de arriba hacia abajo y la rechazó. Aquello me dolió muchísimo porque en mi cultura algo así es impensable».
El tuteo
Pero hay un sentimiento más amargo aún de sus primeros años en España: la imposibilidad de viajar a su país para ver a su familia. «Aún no tenía papeles y corría el riesgo de que una vez en Ecuador me impidiesen volver a España. Durante tres años me sentí como si estuviese secuestrada». A Elena le cuesta contener las lágrimas cuando evoca el primer reencuentro con su país. «Casi no reconocía aquello y además temía causarles una mala impresión. En tres años me había empapado de otra cultura y me daba miedo ofenderles con pequeños detalles como el tuteo, impensable en un país donde a todo el mundo se trata de usted. Así que una vez allí me sentí como si también fuese extranjera, algo difícil de explicar».
A la vuelta de aquel primer viaje Elena decidió abandonar Madrid y trasladarse a Euskadi. «Conocía a unas amigas que estaban en Hondarribia y me animaron a hacer una visita. ‘Tienes que venir aquí, tiene mar y se parece mucho a Machala’, me dijeron. Era verano y en cuanto llegué me gustó tanto que tomé la decisión de quedarme». Gracias a sus amigas encontró trabajo en una casa de San Sebastián. «Me sentí bien desde el principio, mucho mejor que en Madrid». Eso fue hace más de seis años. Desde entonces Elena, que tiene ya la doble nacionalidad, no ha cambiado de opinión. «Estoy a gusto, vivo en Orio y vengo todos los días a trabajar a una panadería de Donostia en autobús. Hablo todos los fines de semana con mi familia y procuro pasar una temporada allá todos los años. ¿Que si me planteo regresar algún día a Ecuador? El tiempo lo dirá».
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