Colaboración
Cultura y civilización
Diario de noticias de Gipuzkoa, , 19-02-2009Llama la atención el creciente movimiento en algunos países de la Unión Europea por resucitar las políticas arancelarias y las restricciones a la presencia de inmigrantes con el objetivo de preservar su peso económico ante las consecuencias de la crisis. Desgraciadamente, algunos están cediendo a la tentación de enrocarse frente a esta crisis económico-financiera para transformar su miedo en nuevas expresiones de racismo y xenofobia. Ya no es de recibo que “para definirnos necesitamos enemigos”. (S. Huntigton).
Frente a la amenaza de una uniformidad mundial, lo único sano que aún resiste al embate de las elites globalizadoras que aseguran sentirse en casa en todas partes y en ninguna, son los sentimientos identitarios de pertenencia, nada dispuestos a secundar este akelarre de abandono de las respectivas identidades culturales y nacionales mientras pierden hasta el control de sus economías.
Los efectos de la globalización deben ser graves cuando un gobierno tan centralista y uniformizador como el francés ha creado recientemente un Ministerio de Identidad Nacional.
Todos nacemos en el seno de una cultura y de una lengua que nos transmite una determinada visión de grupo y del mundo a través de unas referencias compartidas. Una cultura y una lengua que no son elementos estáticos ni poseen unas fronteras que puedan delimitarse con regla y cartabón; como tampoco son islas, sino valores humanos que se entrecruzan y se enriquecen. Lo esencial es la voluntad de pertenencia. Pero incluso en los casos de las presiones globalizadoras, los intentos de asimilación de culturas más fuertes o el puro exterminio violento del colectivo más débil, no es fácil erradicar las raíces de un sentimiento colectivo. Los vascos somos un buen ejemplo.
En la mitología griega se explica muy bien esto último: cuando Jasón y sus marineros embarcaron a bordo del Argo en busca del vellocino de oro. El viaje fue tan largo y lleno de peligros y peripecias que hubo que cambiar todas las cuadernas, las tablas, los aparejos e incluso los clavos de la nave. El barco que volvió de la aventura era materialmente diferente del que partió, pero seguía siendo el mismo barco, el Argo, a pesar de las diferencias sustanciales. Una cosa es que la identidad nacional sea cambiante, y otra, aceptar la tesis de que esto suponga la defunción de la cultura nacional (sobre todo si se trata de la de los demás, claro).
La memoria colectiva de un pueblo es una herramienta muy poderosa, la única que está frenando al imperialismo financiero de la deslocalización y de la despersonalización de la humanidad, gracias a que el sentimiento nacional es fruto de un largo camino de esfuerzos, sacrificios y sentimientos en común.
Enfrente se encuentran los que propugnan teorías como la que defiende el pensador Alain Finkielkraut, que defiende el pulso civilización-barbarie, tan en boga, y exige el sacrificio de la pluralidad de culturas, como si el reconocimiento de las múltiples realidades nacionales y sus lenguas pudiese acabar con la idea de civilización común y de la universalidad de criterios. Me parece una teoría muy imperialista. En mi opinión, es al revés: en la medida en que se admite que los pueblos desarrollen su cultura y sentido de pertenencia diferenciados, con mecanismos legales de desarrollo propios, se habrá dado un paso decisivo hacia una mejor civilización. La pluralidad es sustancial al ser humano, sin que ello perjudique a la unidad de la humanidad. Al contrario, la enriquece. Además, ¿ha existido alguna civilización sin comportamientos bárbaros?
Nuestra próxima cita electoral no es tan ajena a estas cuestiones, vengan envueltas con cartón de embalaje o en papel de regalo. En esta clave, sugiero a quien haya leído estas líneas que las repase a la luz de lo que nos jugamos en las próximas elecciones. Es más de lo que parece.
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