La espera de todos los días
El Correo, , 18-02-2009La cola va en esa dirección. No se apelotonen», vocea, paciente, uno de los agentes que vigilan la entrada a la oficina del DNI y el pasaporte en la Jefatura Superior de Policía de Bilbao. Son las nueve menos veinte de la mañana y la fila de inmigrantes se extiende a lo largo de la calle Alcalde Felipe Uhagón hasta doblar la esquina con Gordóniz. La imagen empieza a ser tan familiar para los bilbaínos que no tardará en convertirse en un paisaje costumbrista. Alrededor de doscientas personas de todas las razas y colores, aferradas a las carpetas y portafolios donde guardan sus documentos, esperan su turno a la intemperie. La mayoría lleva allí un par de horas y se lo toma con resignación. Ya se sabe que la impaciencia es un lujo del primer mundo. «Al menos hoy hace buen tiempo», se consuela el colombiano Diego Bermúdez, que viene a renovar su tarjeta de residente. «La de cinco años», aclara.
Aunque resulte difícil apreciarlo a primera vista, existe un orden estricto en todo esto. Para empezar, los españoles tienen vía libre. Como todos acuden con cita previa – se dan 450 diarias – y disponen de un horario amplio de doce horas, de nueve a nueve, para sacar o renovar su DNI o su pasaporte, no sufren aglomeraciones. Éstas quedan para los extranjeros, a quienes se atiende entre las nueve y las dos de la tarde en dos colas diferentes que se estiran a través de unos pasillos delimitados sobre la acera con unas cadenas de color rojo y blanco.
Por un lado está la de aquéllos que acuden a recoger una cita previa. Se dan ochenta cada día a extranjeros encuadrados dentro del Régimen General. En la otra cola se aprietan aquellos inmigrantes cuyo deseo es pedir información, solicitar autorizaciones de regreso, recoger sus tarjetas de residencia o dejar impresa su huella dactilar, obligatoria para tramitar este último documento, el más valioso de todos. En esta fila se juntan también los ciudadanos de países de la UE, en su mayoría rumanos, que se acercan a pedir el certificado de residente comunitario o a informarse de los trámites necesarios para conseguirlo.
El cronista no es muy original en sus fobias y odia el papeleo. De hecho, lleva años sufriendo una pesadilla recurrente: entra en un edificio oficial dominado por señores chupatintas como los que retrató Courteline en su novela y va pasando de una ventanilla a otra en una procesión interminable. Siempre le falta un documento por rellenar, una tasa por pagar o una fotocopia por compulsar. Es lo que les ocurre a veces a los inmigrantes; sobre todo, a los que se enfrentan por primera vez a la Administración Española, ese gigante implacable. «Al principio es complicado porque no entiendes bien las cosas que te piden, pero luego ya aprendes», explica Sahid Chahban, un marroquí de Nador al que la crisis ha dejado en paro. «Trabajaba de jardinero», informa.
La cola de la calle Felipe Uhagón es un ser vivo que nace, se reproduce y muere cada día. Mientras un policía reprende a un joven africano con pelos de rastafari que acaba de mostrarle un carnet de identidad inservible, un grupo de latinoamericanas improvisa una tertulia. La presencia del cronista les anima. «Esto debería estar mejor señalizado. He estado esperando más de dos horas y, cuando me ha llegado el turno, me dicen que mi cola era la otra», se lamenta una paraguaya. «A mí lo que me molesta es que nos obliguen a venir en persona. No puedes mandar a tu hijo. Y hay gente mayor que tiene que venir enferma, arrastrándose», se queja una dominicana.
Alberto Cardona, un colombiano de Pereira residente en Algorta, no tiene hoy razones para quejarse. Cuando sale de Jefatura, su gesto de satisfacción y alivio recuerda al de los niños cuando salen del interior del Gargantúa. La burocracia no se lo ha tragado. Ha renovado el permiso de residencia para dos años y confía en que pronto le den la nacionalidad española. «Espero no volver», confiesa.
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