"¿Es usted Leónidas Vargas?"

El País, Á. DE C.. / D. V. / F. J. B., 11-01-2009

Para algunos profesionales, el asesinato no está reñido con la buena educación. “¿Es usted Leónidas?”, preguntó el sicario con un marcado acento suramericano al hombre que estaba despierto en la habitación 537 del hospital 12 de Octubre. El paciente, de unos 60 años, contestó que él no era y señaló a su compañero de cuarto, que estaba dormido en la cama de al lado. El sicario le ordenó entonces que se diera la vuelta, sacó una pistola con silenciador y disparó al menos cuatro veces contra el hombre que dormía. Luego desapareció sin dejar ni rastro. Un trabajo perfecto.

Leónidas Vargas Vargas, de 59 años, sabía que eso podía ocurrir en cualquier momento porque ése es el final escrito para muchos narcotraficantes colombianos que llegan a lo más alto en el negocio de la droga; lo mismo que le ocurrió a sus jefes del cartel de Medellín: Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha. Él había llegado a la cima como jefe del cartel de Caquetá. Las autoridades colombianas le consideraban dueño de gigantescos laboratorios de droga para producir cocaína en las selvas del sur de Colombia. En sus buenos tiempos era conocido como El rey del Caquetá. También le llamaban Don Leo o El Viejo y su oficio le había llevado a inventarse otras identidades: José Antonio Cortés Vaquero y José Antonio Ortiz Mora. Con ninguna de ellas tenía antecedentes en España. En los archivos policiales sólo constan dos delitos: la falsificación de un pasaporte en 2006 y el traslado de media tonelada de cocaína oculta en un contenedor de piñas hasta el puerto de Valencia.

¿Quién mató a Leónidas? Las primeras investigaciones apuntan a que fueron otros narcotraficantes colombianos, de la competencia, quienes habían ordenado su ejecución pocos días antes. Él no se sentía amenazado por los carteles rivales, según había contado a su abogado. Así que para sus asesinos no fue muy difícil acceder a un hospital sin ninguna medida de seguridad especial.

Las cámaras de vigilancia del centro hospitalario señalan a dos hombres implicados en la ejecución del pasado jueves. Tenían entre 25 y 30 años. Sobre las 19.30 entraron en el 12 de Octubre por la puerta principal. Los dos individuos, uno de estatura media y el otro algo más bajo, ocultaban sus rostros con gorras y bragas militares. Subieron directamente hasta la quinta planta donde se hallan los pacientes con problemas cardiacos.

Uno de ellos esperó en el vestíbulo, el otro entró en el pasillo que da acceso a las habitaciones. Antes preguntó a las enfermeras cuál era la habitación de Leónidas. Un paciente que deambulaba por el pasillo vio al hombre con la cara tapada por la gorra y la braga militar. “Debe hacer mucho frío fuera”, comentó a su mujer.

Unos 25 metros después, el sicario entró en la habitación y mató al narco con una pistola del calibre 9 corto, un tipo de arma que fue muy utilizado hasta mediados del siglo pasado por militares y policías, hasta que fue sustituida por el 9 milímetros Parabellum. “Estate callado”, dijo el pistolero al compañero de habitación antes de salir.

Luego los dos hombres bajaron tranquilamente a la calle, donde supuestamente les esperaba un tercero. Vestían cazadoras anchas oscuras y pantalones vaqueros, llevaban las gorras puestas y miraban en todo momento al suelo para evitar ser reconocidos.

Para entonces, el pasillo de cardiología era ya un hervidero de enfermeras cruzándose y pidiendo ayuda para salvar a Leónidas. Era tarde. Los disparos habían sido hechos con una precisión que no permitía reanimación. Uno de ellos entró por la mandíbula y se alojó en el cerebro. Otros dos dieron en la arteria carótida interna y un cuarto proyectil se alojó en la base del corazón.

La habitación 537 estaba teñida de sangre. En la cama contigua a la de Leónidas, el paciente al que los sicarios habían mandado mirar para otro lado, estaba en estado de shock. Una enfermera apretó la alarma para avisar al médico de urgencias que se encontraba en ese momento en una UVI, varias plantas más abajo. Cuando llegó, Vargas ya estaba muerto y sus asesinos fuera del hospital.

Lo siguiente fueron dos horas de desconcierto en el 12 de Octubre. La noticia recorrió todas las plantas del centro y no hubo paciente o familiar que no se enterase de que en la quinta se habían cargado a un capo de la droga. Pero nadie vio nada. La policía selló el edificio e impidió la entrada de todo aquel que no fuera familiar, enfermo o personal del hospital. Los agentes mandaron cerrar las puertas de acceso a las escaleras y bloquear los ascensores.

En una sala cerca de la entrada principal, varios médicos de la dirección y los empleados de seguridad miraban en una pantalla las imágenes grabadas por las cámaras de seguridad. La prensa se enteró y acudió, como en otras ocasiones, a ver qué rascaba en la escena del crimen. Poca cosa. Pero los periodistas colombianos allí presentes conocían a Vargas. Es un capo famoso. Uno de los 19 más importantes. Además de su relación con Escobar y Rodríguez Gacha, el Viejo tuvo negocios con las FARC: armas, aparatos de comunicación, pistas de aterrizaje y despegue clandestinas y protección de laboratorios de cocaína. Pero el idilio no duró siempre, y en 1986 fue secuestrado en la hacienda La Granja por el Bloque sur de la guerrilla.

Los años siguientes son una mezcla de órdenes de captura y detenciones. Hasta que en 1995, a Vargas le caen 22 años de prisión. Ni siquiera en la cárcel, abandonó los titulares de los periódicos. En marzo de 1997, mientras estaba preso, sufrió un atentado con bomba en el pabellón de máxima seguridad de la Penitenciaría Central de la Picota, en el centro del país. Gajes del oficio.

En España, Leónidas Vargas fue detenido en Madrid en 2006 bajo el nombre falso de José Antonio Ortiz Mora, con un pasaporte venezolano en un hotel de la capital. Venía de asistir al Mundial de fútbol de Alemania y buscaba en España una cura a su enfermedad. Los investigadores comprobaron que la documentación que llevaba encima era falsa y lo arrestaron por ese motivo. Después, su imputación fue ampliada hasta el tráfico de drogas por los 500 kilos de cocaína que fueron decomisados ocultos en piñas en el puerto de Valencia.

El juicio contra Vargas tuvo que retrasarse por sus problemas pulmonares. El fiscal pedía para él 24 años de cárcel por los delitos contra la salud pública (narcotráfico) y la falsificación documental. Vargas empezaba a hacer honor a su apodo de El Viejo. Había sobrevivido a muchos de sus colegas de profesión, pero tras su paso por las prisiones de Alcalá Meco y Navalcarnero, su estado empezó a empeorar y consiguió la libertad provisional atenuada.

Ayer, al anatómico forense sólo acudió su hija acompañada de dos amigas. Las tres bajaron de un Mercedes oscuro. Bien vestidas, muy serias, atentas en todo momento a las informaciones que les dieron los forenses. Las amigas, con gorra. Ella, con su melena rubia recogida. Venían a por el cadáver de El Rey para llevarlo de vuelta a Caquetá. No quisieron añadir nada a la crónica negra escrita durante años por su padre. Según fuentes policiales, el fallecido residía con su hija. Había ingresado en el hospital a principios de las fiestas navideñas, alrededor del día 23 de diciembre. Necesitaba un aparato dispensador de oxígeno que debía ser calibrado de forma periódica en el hospital.

En ese centro, el 12 de Octubre, nadie sabía quién ocupaba la habitación 537. Nadie tenía ni idea de que el tipo grueso del respirador había sido uno de los grandes del negocio en Colombia, un hombre que se había codeado con los más ilustres capos que en los años ochenta vistieron de sangre la crónica roja de los periódicos. Su enfermedad le concedió muchos boletos para morir acostado, pero eso habría sido poco para quien había lidiado con Escobar. Al Viejo le sorprendió una extraña forma de morir en la cama.

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