Todos somos minoría
El Periodico, , 28-12-2008La victoria de Barack Obama, mulato de tez y mestizo de cultura, hijo de un keniano que llegó a ser doctor en Economía por Harvard y de una norteamericana de Kansas, doctora en Antropología, representa obviamente, ante todo, el verdadero y definitivo final de la discriminación racial en Estados Unidos. Como es conocido, la lucha contra la esclavitud fue uno de los argumentos de la guerra de secesión del XIX, y la defensa de la igualdad alcanzó el cenit a mediados del pasado siglo con una etapa muy intensa de activismo y militancia que empezó con el boicot a los autobuses de Montgomery en 1955 y terminó con el asesinato de Martin Luther King en 1968. Lo cierto es que la ley de derechos civiles que puso definitivamente fin a la discriminación en el empleo, el voto y la educación fue firmada por Johnson en 1964 y que hace poco más de 50 años, los negros – – aún no se había introducido el término afroamericano – – padecían todavía una explícita y cruel marginación social. Hoy, la noticia exultante y reveladora es que EEUU, un verdadero melting pot de razas y lenguas con menos del 13% de población afroamericana, han optado libérrimamente por un negro para presidir el país.
EL HECHO trasciende de su propia simplicidad. Porque esta sublimación de la lucha por la igualdad en la elección de un representante de la minoría más históricamente postergada para liderar el país representa en cierto modo la fusión genital de todas las castas en un tronco común. Y la reducción del concepto político de minoría a su exclusiva dimensión ideológica: en nuestros regímenes, son minorías quienes no participan del consenso mayoritario. Pero, después de Obama, ya no es apropiado hablar de minorías caracterizadas por una particularidad biológica. En Occidente ya no hay judíos ni negros, en sentido amplio: todos somos ciudadanos idénticos, aunque pensemos distinto. No cabe, pues, el miedo patológico al otro, al diferente, porque todos nos hemos integrado. Los otros ya son también nosotros.
En el magnífico y bien medido discurso de la victoria, Obama invocó los últimos ecos épicos de la lucha por la integración. Fue muy emotivo su quejido, “ha tardado mucho en llegar”, tomado de uno de los grandes himnos de los derechos civiles, A change is gonna come, del cantante negro de Misisipi Sam Cooke. Pero el resto de la pieza oratoria ya no fue reivindicativa porque la gran esperanza ya se había colmado, y de la forma más expresiva (la emoción y las lágrimas del reverendo Jackson representaban mejor que cualquier palabra la coyuntura). Y la idea de cambio, sin duda dominante en los resultados electorales, ha sido inmediatamente universalizada por Obama: todos los ciudadanos estadounidenses, y con ellos gran parte del orbe globalizado que tiene conciencia de la situación, forman parte de la muchedumbre plural, reconciliada con su ontológica diversidad, “los jóvenes y los ancianos, ricos y pobres, demócratas y republicanos, negros, blancos, hispanos, indígenas, homosexuales, heterosexuales, discapacitados o no discapacitados…”. Y, por si hubiera dudas, el presidente electo ha asumido también como propios los grandes valores sobre los que se construyó el Partido Republicano, su adversario: “La autosuficiencia y la libertad del individuo y la unidad nacional”. El gran consenso fundacional de la República ha quedado al fin establecido, más de dos siglos después de proclamado.
En definitiva, la victoria del negro Obama significa nada menos que el principio del fin inexorable de los grandes movimientos revolucionarios, por la sencilla razón de que la entronización democrática de este personaje en el vértice de la compleja sociedad norteamericana representa la superación de todas las desigualdades físicas y étnicas. Por llevar al extremo estridente el razonamiento, es notorio que, después de que cientos de millones de ciudadanos del mundo hayamos depositado nuestras esperanzas en las propuestas del negro Obama, quedan en ridículo los defensores de la supremacía de la raza aria, si es que aún hay alguno. Ya no hay ni negros ni blancos, ni – – por supuesto – – mujeres ni hombres: todos seres humanos, en busca de nuestro mejor destino.
ES MUY probable que Obama proyectará estas ideas a la geopolítica. La doctrina de la hegemonía activa y la ideología de la guerra permanente, acuñadas por los neocon de Cheney y Wolfowitz, y tendentes a mantener la unipolaridad impuesta por la gran potencia, yacen desacreditadas en el desván de la historia. Con Obama, el poder unipolar, que fue ostentado con torpeza por George W. Bush, no dará paso a la multipolaridad, sino a la no polaridad (véase el sutil análisis de Richard Haass en Foreign Affairs). Es la hora del poder blando, de la fuerza de la diplomacia basada en el prestigio y en la racionalidad, de la búsqueda de un sistema de relaciones internacionales que se adapte a los mismos valores que las democracias defienden de puertas adentro. Es, en fin, la hora de la coherencia del sistema con los principios, después de una etapa en la que hemos asistido a la aberración de sacrificar las libertades en el altar de la seguridad frente a quienes pretendían destruir por la fuerza nuestra civilización. Y casi lo lograron.
*Periodista.
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