Laura Alcoba, hija de militantes de la guerrilla montonera que ha narrado su propia historia
"Un día me preguntaron por mi apellido y entré en pánico"
Tengo 40 años. Nací en La Plata (Argentina) y vivo en París desde los 10 años. Estoy casada por segunda vez y tengo 3 hijos. Licenciada en Literatura, especializada en el Siglo de Oro. Soy profesora universitaria. Huyo del dogmatismo. Espiritualmente, tengo sobre todo preguntas
La Vanguardia, , 23-12-2008MA SANCHÍS
Lléveme a sus 7 años.
La palabra clave es embute:no está en los diccionarios, pero resume el año que pasé en la casa de los conejos, en La Plata, donde el movimiento de resistencia que eligió la lucha armada contra los militares golpistas argentinos había instalado su imprenta clandestina.
¿Embute es algo así como escondite?
Sí, el miedo, la clandestinidad, todo eso que fuera de aquella casa no se podía decir. A los 7 años tenía que poder sostener un falso nombre, Laura Guerra, y soportar el peso de que un error mío podía acabar con la vida de la gente a la que yo amaba.
¿Allí vivía con su madre?
Sí, y con un matrimonio, Daniel y Diana; pero allí se reunían todos, llegaban con los ojos vendados. Mi madre imprimía el periódico clandestino de los montoneros, pero aparentemente criábamos conejos.
¿Iba al colegio?
Mi padre fue detenido y mi madre estaba en busca y captura. Cuando llegaron mis papeles falsos empecé a ir a una escuela de monjas, pero fui sólo un par de meses. Debía mentir sobre quiénes eran mis padres y nadie debía saber dónde vivía. Un día fui al colegio con un abrigo heredado de mi tío que llevaba bordado el apellido de mi madre.
¿Nadie lo vio?
No, pero no volví al colegio, durante meses viví encerrada en aquella casa, sola y callada. A veces iba a casa de la vecina, un personaje importante para mí.
¿Por qué?
Era muy bonita, para mí era una especie de princesa y con ella jugaba como si fuera una muñeca grande. “¿Qué zapatos me pongo con este vestido?”, me preguntaba. Me encantaba estar con alguien cuyas preocupaciones eran ligeras. Pero un día me preguntó por mi apellido y no supe contestar. Entré en pánico. “Laura, me llamo Laura y no tengo apellido”, le dije.
¿Tenía buena relación con sus padres?
Fue todo muy complicado. Cuando nos fuimos de la casa de los conejos y mi madre pudo escapar a Francia, yo me fui a vivir con los abuelos y pude visitar a mi padre cada quince días durante dos años y medio, hasta que me reuní con mi madre.
Su padre era un guerrillero, ¿por qué no lo mataron?
Los tres tuvimos mucha suerte. A mi padre lo detuvieron en un simple control de policía, era un preso legal y a ellos no se les podía asesinar tan fácilmente. El gran peligro era la Triple A, los grupos paramilitares que funcionaban sin uniforme, que secuestraban, torturaban y asesinaban. De ese circuito nadie salía vivo.
¿Cuál fue su suerte?
Habernos ido de la casa de los conejos dos meses antes de que fuera atacada un día de reunión. Diana acababa de dar a luz una niña, se encontraron todos los cuerpos menos el de la niña, Clara, que hoy es una de esas jóvenes buscadas por las Abuelas de Mayo. Si vive, tiene 32 años. Encontrarla sería hermoso y terrible, porque a esos jóvenes los han criado los asesinos de sus padres.
¿Cómo se ha llevado con su madre?
Mis padres pretendían cambiar el mundo, pero yo muy pronto fui consciente de que no era esa la infancia que hubiera querido y tuve cierto resentimiento. El libro me ayudó a superarlo, pero temía la reacción de mi madre, que jamás habla de ese momento de su vida. Le di el manuscrito.
¿Y cómo reaccionó?
Lloró mucho, pero me dijo: “Me hace bien que lo cuentes”. Fue importante para mí porque sé que estaba contando algo que le dolía mucho: por la culpa que siempre ha sentido por ponerme a mí en esa situación y por otra culpa extraña que comparto.
La del superviviente.
Sí. Diana, Daniel y toda aquella gente están muertos y yo he escapado. Hay que darle un sentido a ese milagro o a ese azar.
¿Cómo transcurrieron sus vidas?
Al cabo de tres años, cuando lo liberaron, mi padre se reunió con nosotras en París, pero ya no pudieron rehacer juntos su vida.
¿Usted y su madre pudieron superar la sombra de lo vivido?
Por mi parte ha habido cierta incomprensión. La herida que me quedó ha sido grande por las situaciones de angustia y de no infancia que viví, el miedo y la responsabilidad que me atenazaban. Durante mucho tiempo me pregunté por qué decidieron llevarme a esa clandestinidad en lugar de dejarme con los abuelos.
Veintisiete años después volvió a la casa de los conejos.
Lloré y lloré; y tomé conciencia de que debía contar la historia. En mi recuerdo todo lo que tenía que ver con ese lugar era horrible, pero cuando empezaron a aflorar los recuerdos en mi mente, me di cuenta de que también hubo momentos luminosos.
¿Qué vio?
A mi madre imprimiendo los periódicos; la hermosura de Diana, que para mí era como un hada con su niña en el vientre; los conejitos blancos, que se multiplicaban…
¿La vida es puro azar o hay un sentido?
Esa es mi gran pregunta, mi obsesión. Cuando miras hacia atrás, tienes la sensación de que todo es una sucesión de hechos necesarios. Si es así, el milagro de haber sobrevivido tiene un sentido: no malgastar la vida que no pudo vivir Diana, quizá esté aquí para contarlo; pero a la vez eso implica tener una misión, y eso no me lo creo.
El azar
“El azar es la única explicación posible y soportable. Fue así, sobreviví”. La casa de los conejos,editada en Francia por Gallimard y ahora en España por Edhasa, cuenta cómo una niña de 7 años ve el mundo y el peligro. Con su padre en la cárcel, su madre, guerrillera montonera perseguida a muerte, se hace cargo de una imprenta clandestina disfrazada de criadero de conejos. El azar o el destino salvará a madre e hija, quien, 27 años después, vuelve a la casa y recupera una memoria olvidada que hoy evoca entornando los ojos. “Ahora lo veo como si estuviera ahí mismo”. El sentimiento de sobrevivir mientras los otros mueren la ha llevado a otro libro e intuyo que a una vida de búsqueda.
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