"Se casarán con quien quieran"

Diario de noticias de Gipuzkoa, , 09-12-2008

sorprende la clarividencia de esta mujer, Viviana Albor, colombiana de 34 años, que levanta la cabeza y deja a un lado a su pequeña Maialen, a la que acaba de dar pecho, para dejar volar su imaginación y visualizar la sociedad gipuzcoana dentro de quince años. Su hija, de tan sólo un mes, será para entonces toda una mujercita. Lo tiene muy claro. “¿Sabes? La Humanidad siempre va caminando en una sola dirección, y por eso cada vez hay más razas conviviendo juntas. A mí me ha pasado, he dado el paso, y no me importaría lo más mínimo que mi hija se casara con chico de cualquier nacionalidad”, dice la mujer, con su marido irundarra al lado.

Quizá pueda resonar hasta un poco estridente eso de “caminar hacia la unidad mundial de razas”, pero al fin y al cabo, ella es un granito de arena en esa tendencia. Se casó con Jesús Mari Erauskin, de 58 años, de una familia “con todos los apellidos vascos”, con unos abuelos paternos que nacieron a pie del Txindoki (Zaldibia) y unos maternos que vieron la luz por vez primera en la localidad navarra de Aranaz.

sus niñas

La simbología de sus nombres

Albor llegó al País Vasco de la mano de la ONG Aldeas Infantiles, y un buen día irrumpió en su vida Erauskin, de quien se enamoró. “Así es la vida, circunstancias que ocurren sin que nadie lo espere”, coinciden ambos.

Los nombres de sus niñas están cargados de simbolismo. La mayor, de dos años y medio, se llama Orquídea Real, en alusión a la flor nacional de Colombia. La pequeña es Maialen, que además de Magdalena en euskera es el nombre con el que se conoce al río que recorre el país de origen de su madre.

Las dos estudian en un colegio de Iparralde, donde además de euskera e inglés aprenderán francés “para abrirse cuantas más puertas posibles”, dice su madre. No quiere que vivan algunas de las experiencias por las que le tocó pasar a ella, hace ahora ocho años, cuando llegó por vez primera. “Fue duro al principio, sobre todo los dos primeros años, cuando percibí más rechazo”, reconoce la madre, recordando especialmente aquella ocasión en la que una mujer apretó su cartera en cuanto le vio, o esa otra imagen que no se borra de su memoria, la misma que le devuelve el rostro asustadizo de una dependienta que le preguntó temerosa qué quería, al entrar a su establecimiento.

Dice que son dos años. “Transcurre ese tiempo, y te acabas asentando. El rechazo desaparece y ahora me siento como una irundarra más”, sonríe. Hace dos años que consiguió la nacionalidad, y aunque ahora ya no tiene tanto tiempo para disfrutar de las fiestas de Irun como lo hacía antes, ha ganado en calor familiar. “Sí, cuando mis hijas sean mayores, de aquí a unos años, me gustaría pensar que la Humanidad siga caminando en esa sola dirección”, insiste Albor.

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