TRIBUNA LIBRE

Barack Obama no es negro. También es medio blanco

El Mundo, MARIE ARANA, 04-12-2008

Salvo que se aplique todavía la regla de hasta la última gota de sangre, hay que decir que Barack Obama, presidente electo de EEUU, no es negro. Después de una historia de más de 300 años, plagada de dificultades, seguimos cortados según el antiguo patrón racista por el que quien es un poco negro, es negro. Así, el 50% equivale al 100%. No hay nada entre medias. Los titulares de la prensa mundial coincidían el pasado 5 de noviembre: «Obama marca un hito histórico: Estados Unidos elige a su primer presidente negro». Es como si tuviéramos un pie en el futuro y el otro engrilletado en el viejo sur. Somos lo suficientemente sofisticados en el plano racial como para elegir un presidente que no es blanco y estamos tan atrasados en el plano racial como para empeñarnos en decir que es negro. El progreso va por delante del vocabulario.


Para mí, como para un número creciente de mulatos, Barack Obama no es nuestro primer presidente negro. Es nuestro primer presidente birracial y bicultural. Representa mucho más que la personificación del éxito de los afroamericanos, es un puente entre razas, un símbolo vivo de la tolerancia, una señal de que las estrictas categorías raciales deben desaparecer. Las batallas prolongadas y penosas que hemos entablado y ganado en nombre de los derechos y libertades, han conseguido que volvamos a recuperar la Constitución como algo de todos y nos han aportado a todas las minorías de EEUU una nueva sensación de que todo es posible. Nosotros, los latinoamericanos, que probablemente somos el pueblo más mezclado del mundo, atribuimos el terreno ganado a los grandes pioneros afroamericanos de ayer, a Rosa Parks, a W.E.B. Du Bois, a Martin Luther King Jr…


Sin embargo, el ascenso de Obama a la Presidencia significa mucho más que un triunfo de los negros. Es la señal de un cambio con ramificaciones más generales. El mundo se ha hecho uno solo, tan interdependiente como para no tener en cuenta esta realidad que se está imponiendo con fuerza, la de que, exactamente igual que los bancos, los recursos del planeta y las enfermedades que aquejan a la raza humana forman una intrincada red a escala mundial, como también la forman los nexos raciales.


Quizá, nadie aprecia esta circunstancia más que los latinoamericanos. Nuestra identidad multirracial se me hizo patente hace algunos meses, cuando me entregaron los resultados de unas pruebas de un laboratorio de ADN sobre mi ascendencia. Yo pensaba que era el fruto de una simple suma hemisférica: mitad sudamericana, mitad norteamericana. Sin embargo, ha resultado que soy descendiente de todas las grandes razas del mundo, la indoeuropea, la africana negra, la asiática oriental y la aborigen americana. La noticia resultó ser en cierto modo una sorpresa, pero no debería haberlo sido. Los chuchos sin pedigree difícilmente son divisibles por dos.


Como Obama, soy hija de una madre de Kansas y de un padre extranjero que, como el de Obama, llegó a Cambridge (Massachusetts) como estudiante de postgrado. Mis padres se conocieron durante la Segunda Guerra Mundial, se enamoraron y se casaron. Posteriormente se fueron a vivir al país de mi padre, Perú, que es donde nací yo.


Siempre supe que era birracial; indígena americana en parte y en parte blanca. La ascendencia de mi madre era fácil de averiguar; casi en su totalidad era angloamericana. Sin embargo, yo sospechaba que, por el lado peruano, a tenor de los viejos álbumes de la familia, algunos de mis antepasados podían haber sido africanos o asiáticos, ya que una tía tatarabuela presentaba rasgos marcadamente negroides. Otra parecía claramente asiática. Por supuesto, nadie quería reconocerlo. Hasta que los resultados de la prueba de ADN, con sus porcentajes, estuvieron delante de mí, no tuve un sentido claro e incontestable de mi propia historia. Yo no era tan sólo el fruto de un matrimonio bicultural. Mi pasado era un entramado de razas.


Cuando solicité un análisis más detallado del porcentaje indoeuropeo, me dijeron que mi parte blanca procedía del subcontinente indio, de Oriente Próximo, del Mediterráneo y del norte de Europa. Debía de haber habido centenares de matrimonios interculturales en mi árbol genealógico. Soy prácticamente todo lo que un ser humano puede ser. Ahora bien, eso mismo puede decirse de muchos latinoamericanos. Quizá porque hemos estado en ese hemisferio durante dos siglos más que nuestros hermanos del norte, hemos tenido más tiempo para mezclarnos. Somos producto del gran mestizaje, una multipolinización a gran escala que se ha dedicado a mezclar a cobrizos, blancos, negros y amarillos durante cinco siglos, desde que Colón pisó el nuevo mundo.


Españoles y portugueses favorecieron los matrimonios interraciales. No es que fueran más progresistas que los europeos del norte; el hecho se debió simplemente a que su historia de colonización y explotación fue llevada a cabo por hombres, fundamentalmente soldados y marineros, a los que se dio permiso para que buscaran pareja entre las nativas y sometiesen a los salvajes de América. La iglesia católica, ansiosa por multiplicar sus filas y expandir su influencia, estuvo dispuesta a bendecir toda unión entre dos de sus fieles, con independencia de su raza. Así fue como, a lo largo de años y años, los indígenas de Latinoamérica se convirtieron fácilmente al catolicismo, y como los matrimonios mixtos se propagaron sin fin se produjo una nueva fusión de razas.


En un principio, esas uniones se dieron en gran medida entre la población nativa y los íberos (el inca Garcilaso de la Vega, por ejemplo, el gran cronista de la conquista española del siglo XVI, era hijo de un capitán español y de una princesa andina). Tiempo después, el comercio trasatlántico de esclavos propició una mezcla aún más generalizada entre negros, blancos e indios, particularmente en Venezuela y Brasil. Posteriormente, a finales del siglo XIX, se incorporó al continente un cuarto grupo étnico en la forma de los culis chinos que vinieron a trabajar en las islas del guano y en los campos de [caña de] azúcar. También ellos celebraron matrimonios mixtos.


En EEUU siempre ha sido difícil identificar desde un punto de vista racial a los latinos. Antes de finales de los años 60, cuando la lucha por los derechos y libertades obligó a los norteamericanos a pensar en la raza, en los formularios del censo nosotros mismos nos identificábamos de manera rutinaria como blancos. A partir de 1970, cuando en los formularios apareció una casilla con la categoría de hispanos, ésa era la que marcábamos, aunque éramos conscientes de que el concepto de hispano como raza singular era evidentemente algo absurdo. Sin embargo, desde el año 2000, cuando se ofreció la posibilidad de que un ciudadano se registrara en más de una categoría racial, muchos de nosotros empezamos a marcar todas las casillas: indígena, blanco, asiático, africano… Lo contrario equivaldría a incurrir en una falsedad. «Todo plátano tiene su manchita negra», decimos nosotros.


Con tanta historia corriendo por nuestras venas, los hispanos tendemos a pensar en la raza de manera diferente. Porque la población latina de EEUU continúa siendo la vanguardia de la mezcla interracial. Los latinos están echando abajo las barreras que tradicionalmente han servido para separar a los blancos de los no blancos. Como dice Gregory Rodríguez, de la Fundación de la Nueva América, los méxicoamericanos «están obligando a EEUU a reinterpretar el concepto de crisol de razas para difuminar las fronteras entre ‘nosotros’ y el ‘ellos’. Exactamente igual que el surgimiento de los mestizos socavó el sistema racial de los españoles en el México colonial, los méxicoamericanos, que siempre han jugado al despiste con el sistema racial angloamericano, terminarán por destruirlo».


En otras palabras, los matrimonios mixtos, como ése del que es hijo Barack Obama, como ésos que cada vez proliferan más y más en todos los barrios urbanos residenciales de EEUU, representan un golpe muy fuerte para el racismo norteamericano. ¿Por qué no los reconocemos como el impulso revolucionario que son? ¿Por qué no somos capaces de encontrar palabras que los describan? ¿Por qué seguimos recurriendo al expediente ya trillado de llamar negro a un hombre birracial?


Hasta el propio Obama parece haber aceptado esa nomenclatura. En Sueños de mi padre, su libro de memorias, escribe: «Me esforcé por presentarme a mí mismo como un negro en Estados Unidos y, más allá del dato incontrovertible de mi aspecto externo, parecía que nadie a mi alrededor sabía con exactitud lo que eso significaba». Casi se puede palpar el sentimiento de ese joven luchando con su identidad, tratando de encontrar las palabras exactas para describirla y aceptando finalmente la etiqueta que otros le imponían.


No tiene por qué ser así. Como escribió en cierta ocasión el gran poeta norteamericano Langston Hughes: «Yo no soy negro. Hay muchos tipos diferentes de sangre en nuestra familia. Sin embargo, en EEUU, la palabra negro se emplea para referirse a cualquiera que tenga algo de sangre negra en sus venas, por poco que sea… Yo soy moreno».


Hughes estaba en lo cierto. Norteamérica ha tardado mucho tiempo en reconocer su mezcla racial. Las leyes antimestizaje, que se aplicaron en Alemania bajo la dominación nazi y en Sudáfrica durante el apartheid, en EEUU estuvieron vigentes en una serie de estados hasta 1967, hace apenas una generación, cuando el proceso judicial de Loving contra Virginia las echó por fin abajo. El objetivo, no mencionado explícitamente, pero innegable, era el de asegurar la supremacía de la raza blanca. No sólo era desaconsejable sino que era incluso jurídicamente punible que un blanco tuviera hijos con un negro; o con un asiático, o con un indio. Sin embargo, la mezcla silenciosa de culturas no había dejado de producirse ni un solo momento, incluso bajo el propio techo de Thomas Jefferson.


La explosión de las minorías en EEUU en el último medio siglo ha hecho posible la inevitable mezcla interracial. Según el censo de 2000, había en el país un total de un millón y medio de matrimonios entre hispanos y blancos, medio millón de matrimonios entre asiáticos y blancos y más de un cuarto de millón de matrimonios entre negros y blancos. Probablemente, hoy esos números se han multiplicado por dos o por tres .


Surgen las pruebas por doquier, si no en nuestro barrio, en nuestra cultura. Las vemos en Tiger Woods, Halle Berry, Ben Kingsley, Nancy Kwan, Ne – Yo, Mariah Carey… Aun así, nos empeñamos en aplicar a estos híbridos un nombre reduccionista: Berry es negra, Kingsley es blanco, Kwan es amarilla. Hasta ellos mismos se clasifican a sí mismos por el color que aparentemente tiene su piel. Con un lenguaje como éste, ¿cómo podemos afirmar que vivimos en una sociedad postracial?


Hace algunos años, tras pronunciar una conferencia sobre biculturalismo en una facultad universitaria de Pittsburgh, se me acercó una estudiante y me dijo: «Yo entiendo todo lo que usted dice. También soy hija de dos culturas. Mi madre es alemana y mi padre, afroamericano. Yo nací en Alemania, hablo alemán y de mí misma digo que soy germanoamericana. Sin embargo, míreme. ¿Qué diría usted que soy?». Naturalmente, se estaba refiriendo a su piel, que era ligeramente negra; a su pelo, abundante y rizado, y a sus ojos, de un color claro brillante. «Soy alemana en un 50% – subrayó – , pero nadie que me ve se lo cree».


Pocos de los que ven a Obama, según parece, se dan cuenta de que es un blanco de Kansas en un 50%. Menos aún se dan cuenta de lo que significa ser keniata de segunda generación. En cierto modo, me recuerda la observación que el sociólogo Troy Duster y la especialista en bioética Pilar Ossorio hicieron en cierta ocasión sobre que el color de la piel rara vez es lo que parece. Personas que parecen blancas pueden tener una mayoría importante de antepasados africanos; personas que parecen negras pueden tener una mayoría de antepasados que sean europeos.


En otras palabras, el color de la piel de un presidente electo no le dice mucho a nadie. Es un indicador de poco fiar, una forma engañosa de presentación. ¿No es hora ya de que dejemos de recurrir a etiquetas que dan carta de naturaleza a la separación de razas? ¿No es hora ya de que el lenguaje dé un paso adelante?


Marie Arana es escritora y directora de


Book World


. Entre otras obras, ha publicado


American Chica


[Una chica americana] y


Cellophane


[Celofán].

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